Ojarasca 120 abril 2007

Según cuentan los cucapá

El muchacho travieso y el monstruo turbulento

En el Cerro del Águila (Wi Shpa), frente a la tierra de los indios cucapá de El Mayor, vivía una señora con su sobrino. Antes ahí nada había: no estaba el río Hardy; no estaba el rancho de La Puerta ni el poblado Durango; no estaba la colonia Zacatecas; no había mexicanos ni gringos, puros indios.

Antes había muchos gigantes. Esos gigantes
vivían al sur.

El sobrino de la señora era un muchacho muy travieso, testarudo; le gustaba recorrer la sierra. Él no tenía miedo a nada. El muchacho tenía un perro al que quería mucho y que era su compañero. El perro era pinto, muy bonito.

El chamaco sabía que lejos, millas al sur, vivía un monstruo muy grande y muy feo que no dejaba pasar a los paisanos para la costa sureña, donde están los borregos, los venados, las gallinas del monte. A este monstruo los paisanos viejos le tenían mucho miedo.

Desde que era chiquito, el chamaco sabía que él iba a matar al monstruo.

Un día, cuando amaneció, el chamaco dijo a su tía que tenía ganas de ir a matar al monstruo y que iría. La tía primero se asustó mucho, pero luego se enojó y le dijo que no tenía su permiso porque el monstruo se lo tragaría.

­Tú no sabes lo que dices --le dijo.

­Tía --contestó el chamaco--, yo te dije que mataría al monstruo y voy a buscarlo.

La tía habló muy enojada:

­¡Chamaco travieso, crees que todo es muy fácil; el monstruo te comerá!

El chamaco no le hizo caso; dijo que él con su arpón mataría al monstruo. Como no quería ir solo, dijo que llevaría a su perro pinto.

La tía seguía enojada y lo regañó, pero el chamaco respondió que se iría a dormir porque pensaba levantarse muy temprano, con la aurora, de madrugada.

En la mañana, cuando aún no salía el sol, el muchacho tomó su arpón, se puso su plumero en la cabeza, agarró el arco y la flecha, y con su perro se fue para el sur.

Después de correr muchas millas, el muchacho y el perro llegaron al escondrijo de la bestia. Iban corriendo por un camino derecho, pues no había más que un camino. De pronto, acabó el camino y la carretera se terminó.

Ahí estaba el animal; era un monstruo muy feo, muy grande, negro, lleno de espuma. El monstruo estaba dormido boca arriba.

El chamaco travieso contempló al monstruo, que estaba acostado con sus dos huevotes de fuera: un huevote colorado de este lado, un huevote azul de aquel lado. El animal resollaba como roncando. Toda la región temblaba con sus resuellos.

El chamaco travieso no tuvo miedo. Agarró su arpón y cautelosamente se acercó a la fiera dormida. Cuando estuvo cerca, rápido le picó el huevote colorado; luego del escroto rojo surgió un chorro de agua colorada que brotó por este lado, inundando todo aquello; entonces el chamaco vio cómo había agua azul para aquel lado y agua colorada para éste. Para allá quedó un mar, para acá un río.

El monstruo, gimiendo, se despertó y se levantó. Cuando vio cómo sus escrotos habían sido picados por el arpón del muchacho cucapá, emitió un rugido lleno de dolor y odio. El animal era muy feo, pero enojado se veía peor. Fue entonces cuando el muchacho travieso tuvo mucho miedo.

El monstruo lo vio lleno de rabia, envuelto en sus espuma, y en aquellas aguas turbulentas, rojas y azules.

El monstruo se levantó mientras que el agua no dejaba de brotar. El muchacho le habló a su perro y le dijo: "Corre, perro pinto, vamos corriendo los dos porque el monstruo nos va a tragar. Mi tía tenía razón; este monstruo nos va a tragar si no corremos para el Cerro del Águila".

Luego se supo que el chamaco y el perro se vinieron por el mismo camino corre y corre, milla tras milla. El animal, con sus turbulencias, los venía siguiendo. Se los quería comer.

El chamaco y el perro venían corriendo por el camino, y al voltear a ver si los seguía el monstruo, se dieron cuenta que pronto serían alcanzados. Entonces, el muchacho travieso se paró y de un golpe clavó su arpón en la tierra. El arpón detuvo un poco el agua de las turbulencias del monstruo, mientras que el chamaco y su perro volvían a correr rumbo al Cerro del Águila.

Dicen que el arpón se quedó clavado; ahí está en la bahía de San Felipe; todos lo pueden ver. Está ahí, clavado en la arena, rodeado del agua azul de turbulencias del monstruo. El que quiera verlo, que vaya.

El monstruo se detuvo un poco por el arpón, pero como estaba muy enojado siguió adelante, tras el chamaco y el perro. Quería tragarse al muchacho que le había roto los escrotos.

El chamaco y el perro seguían corriendo; querían llegar a la casa de su tía. Corrían sin parar, millas y millas.

Cuando venían a la altura de La Ventana, el chamaco volteó y vio que el monstruo nuevamente los alcanzaba para tragárselos; entonces, se paró y se quitó el plumero. El plumero lo dejó en el camino para que detuviera las agua turbulentas y al monstruo mientras tomaban ventaja en la carretera.

El monstruo se detuvo con el plumero, las aguas también. El plumero ahí está en la Ventana. El que quiera verlo, que vaya; ahí está.

El animal pasó sobre el plumero y siguió bramando detrás del chamaco y del perro. Ellos llevaban ventaja; él venía en sus aguas turbulentas.

El muchacho venía jadeante; deseaba llegar a su casa, a la casa de su tía. La tía del chamaco vivía en el Cerro del Águila. Ahí vivían los indios. Antes los indios eran gigantes. Todo aquello era muy grande.

Después de correr muchas millas, cuando ya ve-nían muy cansados, el chamaco se dio cuenta que el animal los venía alcanzando y que se los tragaría. Por eso le dijo a su perro: "Perro, échate aquí. Mi perro pinto, creo que no llegaremos a la casa de mi tía; ella tenía razón, nos comerá el monstruo acuoso. Mi tía tenía razón; yo no puedo matarlo, pero él sí nos comerá a nosotros".

El perro no contestó, no dijo nada; venía muy cansado; casi se arrastraba por el camino; se quedaba atrás, atrás, atrás.

Luego se echó sobre el sendero. Vio que el monstruo ya los alcanzaba y que su amo no llegaría al Cerro del Águila, a la casa de su tía. Entonces, agonizó y se atravesó en el camino para detener al agua turbulenta y al monstruo. Fue ahí donde murió el perro pinto del muchacho travieso. Murió echado sobre el camino. Ahí está el cuerpo del perro; quien quiera, puede verlo. Desde lejos de contempla. Ahora es una sierra, la sierra de Las Pintas.

El chamaco aprovechó que el perro detuvo un poco al agua turbulenta y al monstruo. Asustado, corrió rumbo al Cerro del Águila, pero aún estaba muy lejos. El monstruo pasó sobre el cuerpo del perro pinto. Venía muy enojado, con sus escrotos rotos, echando agua azul y roja o por sus huevotes. Cuando ya estaba alcanzando al muchacho travieso, éste se paró y de un golpe extendió a lo largo del camino su arco. El arco detuvo un poco al agua turbulenta y al monstruo. El arco ahí está, el chamaco lo dejó en el camino. Quien quiera verlo, ahí está; se observa desde lejos.

Muy cansado venía corriendo el muchacho travieso; el corazón se le saltaba, no podía respirar, pero no podía descansar porque el monstruo de nuevo venía detrás, muy enojado, y quería tragárselo. Cuando el animal casi alcanzaba al muchacho, éste clavó su flecha sobre el camino. La flecha detuvo al monstruo y al agua turbulenta. La flecha ahí está; quien quiera verla que nada más pregunte. Ahí está; se observa desde lejos. La flecha logró detener nuevamente al monstruo, pero éste pasó sobre ella.

El muchacho sentía que iba a desmayarse, pero ya había llegado al pie del Cerro del Águila. Corrió sobre sus laderas; quería llegar a la casa de su tía. Venía llorando, pidiendo perdón a su tía.

El muchacho llegó al Cerro del Águila; subió poco a poco, mientras el monstruo se acercaba para tragárselo. Ya para este tiempo el muchacho travieso no tenía fuerzas. Logró llegar hasta la casa de su tía, pero iba tan fatigado que al intentar meterse a la casa tropezó, pegándose en la frente.

El chamaco cayó para atrás, con la cara hacia el sol. Su cuerpo estaba muy cansado por la carrera y el miedo. Ahí está, en la montaña. Todos aquí saben cuál es el cuerpo del chamaco travieso. El que quiera verlo, ahí está.

Ahora ahí está el cuerpo del chamaco travieso; es la montaña, los cerros. El cuerpo está quieto; tiene la cabeza para donde sale el sol, los pies para donde se mete el sol.

Cuando la tía se dio cuenta de que el chamaco había llegado a su casa y que lo seguía el animal, lo reprendió:

­¡Te lo dije, el monstruo te tragará, muchacho travieso!

Pero se percató de que el chamaco venía sin sus flechas, sin su arco, y no traía a su perro pinto. El plumero ya no estaba en su cabeza y el pelo suelto se enmarañaba en la ladera. También se dio cuenta de que el muchacho no traía su arpón.

La tía se dio cuenta de que el muchacho no podía hablar, que había tropezado, que el perro pinto había muerto, que ya no tenía flecha, arco, pluma ni arpón.

Fue entonces cuando vio al monstruo que venía llegando al Cerro del Águila, envuelto en muchas turbulencias. El monstruo era muy grande y muy feo; era acuoso, bufaba, tenía dos huevotes rotos y su escroto se arrastraba por la tierra. La tía se dio cuenta de que el animal revolvía toda la tierra y que detrás de él quedaba solamente el mar; que no había caminos; que ya no se podrían ir a cazar al borrego, ni al venado, ni a la gallina del monte.

La tía se enojó mucho y gritó insultando al animal. Estaba también muy enojada y no le tuvo miedo al monstruo. Con su mano tomó de su oreja derecha una bolita de cerilla, que se hizo una piedra muy dura. Pronto la aventó al monstruo y le dio en la nariz. El animal gimió y se detuvo; venía envuelto en turbulencias de agua salada, pero no murió; quiso tragarse a la tía del chamaco travieso.

Fue entonces cuando la mujer sacó de su oreja izquierda otra bola de cerilla, que se hizo una piedra muy dura. Pronto la aventó al monstruo y le pegó en el entrecejo. El animal dio un alarido al sentirse herido de muerte.

Ahí estaba el monstruo revolcándose, se retorcía en las turbulencias; luego, herido de muerte, se venía arrastrando rumbo al norte, haciendo mucho ruido, abriendo la tierra; traía sus turbulencias, el agua hervía.

Fue entonces cuando el animal se detuvo, se revolcaba; el agua turbulenta revolvía todo. Ahí estaba en un charco de agua y tierra; se revolcaba, luego se regresaba. Pero ahí quedó la huella de su agonía. Ahí está la piedra negra, el Cerro Prieto; ahí está la grasa hirviendo; ahí todos la pueden ver. El que quiera, puede ir a verla.

El monstruo agonizante se regresó, iba boqueando, se quería ir adonde nació; tomó el rumbo por donde sale el sol. Iba gimiendo, envuelto en turbulencias de agua salada, azul y roja, abriendo la tierra.

Agonizando, el animal se fue al mar y se metió ahí, en la propia agua salada y azul salida de su escroto. Luego dicen que fue un dios.

Después todo quedó lleno de agua. No había más que agua.

Dios, el señor que está arriba, se paró y miró para abajo. Dio orden a las hormigas de que secaran la tierra. La secada de la tierra es una historia muy bonita y larga, es historia de gente, no es cuento.

Las hormigas secaron la tierra. Dios dijo que trajeran semillas para sembrar. Los pájaros vinieron con muchas semillas de sandía, calabaza, frijol.

Luego hubo animales. Ellos se peleaban mucho. Los pájaros trajeron la semilla, pero el corbejón mató al pescado; el venía y limpiaba. Apestaba mucho, pero venía y limpiaba.

El cuervo sembró sandía, calabaza, maíz; era muy trabajador. Cuando la siembra nació, el cuervo se comió el maíz y dijo: "Ahí les dejo el corbejón, el pelícano y la garza, la sandía y la calabaza para que coman". Esto fue cosa de gente, no es cuento. Fue así que quedó todo aquello.

Versión de Juan García Aldama, Pascuala Sainz Domínguez

Este relato fue recogido en la obra A la orilla del Río Colorado. Los cucapá, de Yolanda Ogás Sánchez. Salcar, Mexicali, Baja California, 2001.


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