Usted está aquí: domingo 1 de abril de 2007 Opinión Cinopsis

Cinopsis

Jaime Avilés

Guerra fría: programa doble

SIGUEN EN CARTELERA dos películas que bien pueden verse como el alfa y el omega de la guerra fría: El buen pastor, de Robert de Niro, sobre los orígenes de la CIA, y La vida de los otros, de Florian von Donersmarck, sobre los años finales de la Stasi, la feroz policía política de la República Democrática Alemana (RDA). En la primera, según los exhibidores, "Edward Wilson (Matt Damon) es un patriota (sic) que comprende la importancia de la discreción y el 'compromiso con el honor' (sic), que le fueron inculcados desde su niñez. Como estudiante de Yale se unió a Calaveras y Huesos, una fraternidad clandestina que 'desarrolla futuros líderes mundiales' (sic). Una mente aguda, una reputación sin mancha y una fe sincera en los valores estadunidenses lo convierten en el candidato principal para una carrera de espionaje".

CON ESA RETORICA DE academia militar tipo West Point, los revendedores de golosinas y refrescos a precios tres veces más altos que en la calle, intentan cubrir de huevo y azúcar lo que Robert de Niro, en su segunda aventura como realizador, denuncia con crudeza: la existencia de una sociedad secreta de extrema derecha -a la que perteneció por ejemplo George Bush padre-, de la que salieron los cuadros con que, durante la Segunda Guerra Mundial, antes del ingreso de Estados Unidos a la contienda, la Casa Blanca organizó una poderosa estructura de espionaje en el exterior, la OSS, con base en Londres, para allegarse información confidencial de lo que sucedía entre Churchill y sus aliados y entre los nazis.

EN 1947, UNA VEZ finalizado el conflicto, la OSS se convierte en la CIA y se dedica a frenar el avance soviético en Europa, hasta que el triunfo de la revolución cubana en 1959 y la fallida invasión a Bahía de Cochinos le dan a la pugna entre las superpotencias atómicas una dimensión planetaria. Con cierta monotonía que de todos modos no molesta, sin la magia del gran narrador cinematográfico que no es, De Niro examina todos los ángulos humanos de su personaje, sus privaciones y deficiencias como esposo, padre y amante furtivo, y su frialdad ante la tortura y el asesinato de sus adversarios, que en ningún momento exalta con euforia patriotera ni mucho menos.

AUNQUE EL SUYO ES un muy digno ejercicio de crítica a la política exterior del imperio, De Niro no conmueve a su público como, por su parte, lo consigue el director de La vida de los otros, obra ganadora del Oscar a la mejor película extranjera de 2006, que la sinópsis de los distribuidores reduce a una anécdota banal para minimizarla. La trama arranca en diciembre de 1984, en Berlín oriental, cuando un ministro del gobierno de Eric Honeker -último dictador estalinista de la RDA- ordena a la Stasi vigilar al marido de una hermosa actriz teatral con la que el influyente burócrata está encaprichado.

LA PAREJA ES SOMETIDA a la implacable vigilancia de un superagente de la policía política del régimen quien, sin embargo, al conocer personalmente a la perturbadora mujer y los gustos íntimos, la música, los libros y las ideas de los artistas que viven y trabajan alrededor de ella, sufre una transformación profunda. Mientras tanto, en Moscú faltan semanas para el ascenso de Mijail Gorbachov al gobierno de la URSS. En ese contexto, la congoja de la pareja perseguida en Berlín alcanza una intensidad que estremece a los espectadores mexicanos: éstos la ven, inmersos en su propia realidad sin esperanzas inmediatas, y se identifican plenamente con los héroes de la cinta.

SIN EMBARGO, CUANDO la tragedia llega a su clímax ya es marzo de 1985. En Moscú, Gorbachov está asumiendo el poder y preparando los cambios que cuatro años y medio más tarde conducirán a la caída del Muro de Berlín y, otro año y medio después, a la disolución de la propia URSS. Aunque el entorno de ese fracaso histórico es apenas aludido por unas cuantas fechas, el guión parece haber sido construido de cabo a rabo para la gran escena final, tras la cual vuelven a la memoria las tesis de Immanuel Wallerstein para quien, luego de la desaparición del bloque soviético, el mundo entró en una fase de caos que se prolongará 50 años. De los que, por suerte, ya nomás restan 35. Menos mal.

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