Desenlace
Eduardo era hijo de Roberto D'Aubuisson, un célebre terrorista salvadoreño que fue entrenado por militares estadunidenses en Taiwán y en la Escuela de las Américas y a quien sus profesores llamaban Blowtorch Bob debido a su predilección por el soplete como instrumento de tortura. Los escuadrones de la muerte dirigidos por este hombre perpetraron miles de asesinatos de civiles en los años amargos de la guerra, empezando por la ejecución, en marzo de 1980, de Oscar Arnulfo Romero, el arzobispo mártir de San Salvador. D'Aubuisson padre murió en su cama, hace 15 años, tras fundar el partido ultraderechista Arena, que hoy gobierna en El Salvador. Dos de sus hijos, Roberto y Eduardo, afiliados a esa formación, siguieron el camino de la política. Hoy el primero es diputado a la Asamblea Legislativa de su país. Hasta el pasado 19 de febrero, el segundo, conocido como Veneno, formaba parte de la bancada de Arena en el Parlamento Centroamericano, pero ese día fue asesinado de una manera atroz, junto con dos de sus compañeros de bancada y el chofer de los tres, en la localidad guatemalteca de El Jocotillo, cercana a la frontera con El Salvador: al parecer, el vehículo en que viajaban los tres legisladores fue emboscado, rociado de balas e incendiado cuando los ocupantes aún se encontraban vivos y a bordo. Los vínculos de Veneno D'Aubuisson con las drogas -como consumidor y como comerciante- eran constantemente comentados en su país. Por supuesto, ni su ascendencia ni sus actividades justifican su asesinato, y menos con tanta saña.
El viernes pasado, el presidente guatemalteco Oscar Berger afirmó que el cuádruple crimen había sido cometido por una banda de narcotraficantes apoyada por policías, e informó que cuatro uniformados habían sido detenidos por su participación en el crimen de El Jocotillo. Uno de ellos era el jefe de la unidad especial de la Policía Nacional contra el crimen organizado, Luis Herrera, y fue delatado por el sistema de rastreo satelital de su automóvil, el cual fue detectado en el mismo lugar y a la misma hora de los asesinatos. Otro, Korky Estuardo López, era oficial de alto rango, y los restantes eran agentes investigadores. Los cuatro fueron trasladados a la prisión de máxima seguridad de El Boquerón, en Cuilapa. El domingo pasado todos ellos fueron acribillados a balazos en el interior de la prisión, sin que hasta ahora quede claro cómo ocurrieron los hechos. Las autoridades afirman que ocurrió una sublevación en el interior del penal -que está repleto de integrantes de las maras- y que fueron los propios reclusos los que dieron muerte a los uniformados. Pero testimonios civiles indican que un grupo de hombres armados ingresó a la cárcel, redujo a los guardias y asesinó a los policías, y que posteriormente los reclusos se amotinaron para exigir protección y garantías.
Cuando se firmaron los acuerdos de paz que pusieron fin a los conflictos armados en Guatemala y El Salvador hubo desbordes de optimismo, pero también advertencias de que el fin de la guerra en aquellos términos no significaría el fin de la violencia. Las confrontaciones dejaban a naciones dominadas -como ha sido desde siempre- por grupos oligárquicos, sumidas en la miseria y en la desigualdad -como ha sido desde siempre- pero, eso sí, con un generoso excedente de hombres entrenados en el oficio de matar. Las delincuencias de todo signo remplazaron con rapidez a los contendientes tradicionales (cuerpos armados regulares, escuadrones de la muerte y organizaciones guerrilleras) y han ido escalando posiciones de poder, infiltrándose en las estructuras gubernamentales, fundiéndose con las clases gobernantes.
Los asesinatos de El Jocotillo y de Cuilapa pueden verse como un desenlace parcial. Es posible que las cosas empeoren.