Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de febrero de 2007 Num: 625

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Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Vocación
CESARE PAVESE

Zapata en Bellas Artes
RAQUEL TIBOL

Gabriela Mistral a cincuenta años de su muerte
JOSÉ CEDEÑO

Dos poemas
GABRIELA MISTRAL

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Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

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LUIS TOVAR

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MANUEL STEPHENS

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JORGE MOCH

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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Cesare Pavese

Vocación

Recuerdo cuantas amapolas se veían desde la ventana en el campo, y aquellas no las había soñado ciertamente. Colores tan vivos no se sueñan y después he observado siempre que de un sueño no se recuerdan los detalles inútiles. Pero esas amapolas no servían para nada y aparecían sobre el montículo, dentro de la ventana, como una cosa verdadera. Es más, recuerdo que pensaba: "Si todo esto fuera un sueño, aparecería alguien en medio de las amapolas, ocurriría algo, porque todo en los sueños tiene un significado." En cambio, de tanto en tanto, cuando lograba espiar fuera de la ventana, comprendía que nada podía ocurrir allí y encontraba, justamente en la hierba y en las cosas un sentido inquebrantable de fe. Era eso, más bien, lo que me hacía sonreír.

Este sentido de fe es para mí sumamente familiar, y me posee cada vez que desde un lugar cerrado doy una ojeada al cielo, a las plantas, al aire. Es como si por un momento hubiera dudado de la existencia de las cosas y aquella mirada me tranquilizase. Un vacío mayormente banal. Como quizá la costumbre consiguiente, de buscar el encierro para gozar el momento de liberación cuando saco fuera la nariz. De aquí nace que soy un gran frecuentador de cafés y de hosterías, y me gusta sentarme en los rincones en penumbra, bajo las ventanas.

Pero no tengo la costumbre de embriagarme, y mucho menos de dormirme sobre las mesas. De cualquier manera, en aquellos tiempos todas mis costumbres habían saltado por el aire y ciertas veces me encontraba a hora avanzada de la noche en cualquier camino de los suburbios, y caminaba todavía, decidido a alcanzar el alba en pie. Me iba con toda suerte de pretextos, y de preferencia a parajes a trasmano. Ciertas horas del día las sorbía intranquilo sobre este o aquel rincón. Volviendo a pensarlo hoy, es extraño que tanta inquietud que en suma quería decir que ya no sabía vivir solo –y en efecto, parte del día y de la noche ya no vivía solo– me haya quedado en mente como una manía de soledad, como una saciedad, casi como una náusea de la única presencia que entonces buscaba. Pero así sucede, dicen. Para no extenderme, estaba enamorado; y disfrutaba como podía mi amor. De aquella casa salía de noche, en medio de la mañana, a mitad de la tarde, en las horas más absurdas, saciado y contento, y andaba, mientras me daban las piernas, por toda suerte de caminos, inquieto por el próximo encuentro, algunas veces adormilado y algunas veces fresco y curioso. Dormía a toda hora, y a cada despertar me parecía que era de mañana: así para mí todo el día era una larga mañana. Los cafés y las hosterías eran como las etapas de un viaje que no terminaba nunca.

Aquella vez de las amapolas estaba sentado frente a una mesa grande bajo la ventana, apoyado sobre el codo, y sabía que afuera estaba el campo pero por indolencia no miraba. Tenía todavía en los ojos la somnolencia del gran sol padecido, y un zumbido hecho de moscas y de fatiga colmaba la penumbra. No se oía otra cosa, porque la habitación estaba desierta, y desierta parecía toda la hostería, ni, que yo sepa, me había movido para ordenar algo. Quizá disfrutaba del olvido en que todos me dejaban, ni sé cómo de la entrada había pasado a aquella habitación apartada. Si es que había una entrada. Recuerdo que aguzaba el oído esperando el lejano estrépito del tranvía, y fue la ausencia de este rumor lo que me dio inmediatamente una ligera sensación de desfallecimiento y una sospecha –la primera–de que, si no oía nada, era porque no debía y que quizá a mi alrededor algo había comenzado que iba a terminar quién sabe cómo.

Pero justamente esa sensación, que debería suponer un estado de vigilia, se mezclaba a una absurda confianza –realmente una tranquilidad– de que nada podía sucederme porque quien estaba sentado del otro lado de la mesa era un amigo.

Este no es el punto. Nada había ocurrido desde que, sabiéndome solo en aquella habitación de hostería, no me había movido para llamar a los dueños y, es más, había tratado de poblar el silencio con el rumor de un tranvía lejano, y he aquí que ahora razonaba aceptando tranquilamente la presencia de un extraño y hasta sabía quién era él. Es decir, no quién fuese, sino todavía algo más: sus disposiciones con respecto a mí, sus gestos habituales, su modo de callar y de mirarme. Creo que no miré ni siquiera con curiosidad a mi vecino; porque no somos curiosos de quien se presenta con la misma indefectibilidad con que otro yo aparece en el espejo. No era esa mi inquietud: la compañía era aceptada con toda naturalidad, me ponía más bien alegre. Nada de parecido, por ejemplo, con el ansia que me invadía a veces en aquellos días si me turbaba ante aquella que estaba tendida siempre a mi lado y me preguntaba por un momento quién era realmente para mí. Repito, mi compañero no me inquietaba: había entre nosotros una confianza hecha como de una inmensa y vaga masa de recuerdos, para mí impenetrable en aquel momento, sin embargo existente y común.

Está bien, decía, estar aquí con él; pero en estas cosas no es necesario razonar demasiado, ni creer que, si los tranvías no se oyen, debe haber por fuerza un significado. Quizá los he oído sin hacerles caso.

De una vez por todas debo decir que, desde niño, despertándome después de un sueño no he sabido nunca resignarme a olvidarlo sin más, sino que he vuelto siempre a pensar en él tratando de aferrar su secreto. No es nada fácil. Pero una cosa al menos he puesto en claro: un sueño no se desarrolla como un hecho que ocurre, sino como un hecho que es narrado. Por ejemplo: usted corriendo en sueño pierde un zapato. Cree que es por casualidad, pero no es así. Después de extrañas aventuras que le han hecho olvidar completamente su pie descalzo, sucede que en el centro de una rica mesa dispuesta a la cual se acerca con aliento contenido ve su zapato, sin los cordones, que no es necesario en absoluto chupar. El operador que le proyecta el sueño –usted mismo, dirá– le había hecho perder el zapato, lo había tenido en ascuas como un narrador hace con un buen tema, y he aquí que se lo presenta cuando usted ya no piensa en ello. Por mera vocación, con el andar de los años me he obsesionado tanto con esta búsqueda, que me ocurre no raramente ahora acompañar un sueño con la continua preocupación de cómo está hecho, y con una extenuante atención a sus mínimos detalles en la tentativa de adivinar qué significado irán ellos a asumir más adelante. Además siempre espero –y temo– sorprender al operador en un error.

Todo esto –admitiendo siempre que en aquella tarde yo soñaba– podría explicar cualquier cosa. Por ejemplo, mi excitación a propósito del silencio del tranvía. Cualquiera sea la razón de ese silencio, decía, es tonto preocuparse por ello. Lo que ocurre es mucho más importante. Si realmente ha comenzado algo, habrá que soñar primero hasta el fondo, después se verá.

Pero estaba la ventana. Y dentro de la ventana, en la hierba pálida de la tarde, las amapolas escarlatas, que no tenían nada que ver conmigo o con mi excitación, y sin embargo me interesaban mucho por ser tan vivas de color y tan absurdas. Para ellas, que los tranvías no anduviesen no quería decir nada; salpicaban aquel montículo del prado como fantasmas ligeros, balanceándose apenas; y recuerdo que las miré a hurtadillas porque comprendía que en aquel momento su mundo era otro y que yo era el único en saber que estaban allí.

Mi vecino callaba. Había entre nosotros como un entendimiento para no hacernos sentir fuera de la habitación cerrada, porque en ese caso uno de nosotros dos hubiera debido desaparecer. Eso lo sabíamos muy bien. Como, asimismo, yo sabía que, aunque se me pareciese de hombros, de manos, de expresión, él era algo así como un obrero, como que el saco lo tenía embutido haciendo rollo en la correa de los pantalones, y apoyaba un codo desnudo sobre la mesa y el puño en la mandíbula, mirándome encorvado.

Sonreí meditabundo, sin apartar los ojos de los nudillos de aquel puño que tenían un gran relieve porque eran negros y fuertes y porque a ellos estaba ligado, no sé cómo, aquel sentimiento mío de confianza y de pasada intimidad. He aquí que comenzaba a preguntarme el porqué de mi sensación y a tratar de superar la muralla de tantos misteriosos recuerdos comunes. Me conozco bien y estoy seguro de que si no hubiera tenido ya desde hacía tiempo una prueba tangible de cordialidad en aquellos ojos, hubiera estado inquieto o, por lo menos, avergonzado. Que el muchacho –de quien ahora sabía también el nombre, Masino– estuviese él en cambio avergonzado, no era una idea que coincidiese con mi temperamento. En ninguna circunstancia de la vida pienso nunca que quien se me pone delante puede temer algo de mí, mientras que la experiencia me enseña sin embargo que ese es el caso más frecuente. De cualquier manera, comenzaba a comprender, o quizá a imaginarme, de qué estaba hecha mi confianza. Nosotros teníamos que haber hablado ya, poco antes. En efecto, como conocía su nombre conocía también el timbre de su voz; sabía hasta que masticaba las palabras italianas con una pronunciación fatigosa y lenta; que se expresaba en italiano como quien tiene una familiaridad con el dialecto pero quiere adecuarse al interlocutor.

–Veamos la otra mano –dije de improviso.

Sin cambiar de posición Masino me tendió el brazo libre, apoyando sobre la mesa el codo y el dorso del puño cerrado, y no cambió de expresión, como si me propusiese un juego o una adivinanza. Yo alargué ávidamente las manos y le tomé los dedos tratando de abrirle el puño a la fuerza. Recuerdo que hasta llegué a alzarme de la silla. Masino con el otro puño siempre apoyado bajo la cara, no cedió. Entonces hice como si la cosa no tuviera importancia y lo miré con desenvoltura. Masino sonrió contra los nudillos de la mano.

–¿Hay necesidad justamente de jugar? –dije.

Masino abrió el puño. La palma era magra y oscura, y las yemas de los dedos estaban encallecidas. La miré apenas, y me preguntaba en cambio el porqué de aquella lucha y si me iba a avergonzar de ella por mucho tiempo.

–¿Estás contento de no pensar más en ello? –dijo Masino con una voz vacilante.

–Puede ser que piense todavía y mucho –respondí–. ¿Por qué no debería pensar? Las humillaciones me quedan impresas más que las satisfacciones. Soy como un niño.

–Si me escuchas, no piensas más –dijo Masino–. Hay tan poco tiempo. Y tú debes apurarte a recoger todas las satisfacciones que puedas, porque en el momento que te despiertas se terminó.

Yo miraba la mesa y barbotaba para mis adentros, como hago a menudo cuando estoy solo. Y, como ocurre, me conmovía de manera extraordinaria y no alzaba ya los ojos y me sentía vacío y desesperado, tanto que me corrían las lágrimas como si fuese sangre, y decía: "Esta es mi sangre que se va. Estas cosas hay que hacerlas solo, bufón." Pero sabía que más me humillaba y más pronto iba a volver a flote, y de repente dije:

–Basta. No era nada. Yo no tengo que ver.

–¿Entonces –dijo Masino, que no se había movido– estás convencido?

–No –respondí secamente–. Tú no haces cumplidos conmigo, y yo tampoco.

Hablaba con el terror de exagerar, pero no podía contenerme. Hablaba como se echa una piedra a un pozo, siguiendo el ruido de la caída con el frío del agua en los huesos, pero sin osar asomarse. Masino podía llegar a cambiar de expresión y volverse mi enemigo. Con el rabillo del ojo vigilaba la ventana y esperaba que el torso de alguien la colmase. Pero sabía que afuera no había nadie.

Cuando volví a mirar a Masino me había puesto a sonreír como él antes, con la mano contra la boca.

–¿Tengo razón? –dije.

Masino me hizo con los ojos seña de continuar.

–Siempre he sido un desgraciado –dije–. Pero más que un desgraciado, un niño. Ciertas noches me disgusta ir a dormir, porque me parece tiempo perdido. Quisiera estar siempre despierto, dispuesto a respirar y a ver. Ver, ver siempre: me bastaría. Para mí es un placer de volverse loco salir fuera de casa y mirar el tiempo, la gente que anda, sentir el olor. Además es bello pensarlo. Hay humillaciones, sí, pero paciencia.

–Despertarse verdaderamente es otra cosa –dijo Masino, con voz dura.

–Deja hablar. Espera para decirme eso, que pienso día y noche. Será sólo una humillación. La más grande de todas. Pero se la podrá contar.

Siguió un momento que, todavía hoy, no sé relacionar con el resto. Me pareció que hacía una mueca, que volvía a desanimarme, pero que cada tanto alzaba la cabeza y echaba a Masino una mirada furtiva. Masino me escuchaba tan seriamente que la ventana parecía que no existiese. Yo en cambio la veía de refilón, eso me daba un secreto sentimiento de superioridad. Cuidando de no hacerme notar, tenía a raya sus ojos para que no mirase afuera como yo, y entre tanto pensaba, pensaba. Masino se había sacado la mano del mentón y estaba inclinado con los brazos cruzados sobre la mesa.

–Se la puede contar –prosiguió–. He contado otras. Si tú quieres, te la cuento, ahora mismo. No hago otra cosa día y noche.

Los dos nos mirábamos sonriendo, y estábamos inclinados sobre la mesa como dos jugadores. Yo ya no sentía en mí la irritación. Estaba aturdido. Los dos queríamos hablar.

–Yo lo probé una vez –dijo Masino–. Pero no soy capaz. Hay que saber el porqué de las cosas.

–Prueba ahora –rogué.

Entonces Masino torció los hombros e hizo una mueca.

–Lo que yo sé es verdad –dijo–. No puedo. Son pobre gente que vendrían todos aquí y no nos dejarían hablar. Hay muchachas también. –Masino reía despacio, y abría y cerraba nerviosamente los dedos sobre la mesa–. Hay que pensar en ello y comprender el porqué. Una cosa se hace, pero contarla es distinto.

–Es verdad –dije–. Nadie me ha contado nunca lo que yo hago. Es imposible.

Nos vino a ambos la misma idea. Se la leí en los ojos. Él me miraba con la cabeza gacha.

–Hay que ser dos –dije–. Como para hacer el amor.

Pero justamente mientras hablaba sentía que estaba en el vacío. No era esto lo que Masino esperaba de mí. Él pensaba en otra cosa.

–Es más bello aún –continuó–. Como venir al mundo otra vez.

Vi la frente de Masino vuelta hacia la ventana y volví a sentir aquel viejo sobresalto.

–¿No te has despertado nunca verdaderamente? –me preguntó en voz baja.

Yo tenía en los ojos la luz de aquellas amapolas y las miraba intensamente dentro de mí, como si éste fuera el único modo de absorberlas del todo y esconderlas. Casi gritaba del ansia. Mi vida estaba ligada a aquellas amapolas.

–¿Qué te importa? –dije enfurecido–. No tengo miedo de despertarme. Lo pienso día y noche.

Masino dijo, siempre vuelto hacia la ventana:

–No sirve pensar en ello. Despertarse es peor que tener miedo. Desde ese momento no puedes hacer más nada.

–Lo sé –dijo lentamente–. Justo ahora Masino había dejado las amapolas y se había puesto de nuevo a mirar la mesa. Me pesaba el corazón, porque comprendía que nada habría ocurrido; que lo que podía, ya había sido; que estaba todo contenido en aquella habitación y en aquella ventana. Oía cómo el estruendo del silencio en la penumbra y algo en el fondo del cerebro me susurraba: "No importa, no importa."

Miraba a Masino con piedad, casi con pena, y no quería hacerme percibir. Ahora todo lo de él me colmaba de piedad, y experimentaba aquel sentimiento invencible que nos da la piedad de nosotros mismos, cuando instintivamente nos dejamos ir, y se lloraría si no fuese un sordo rencor que se siente contra uno. Le miraba las manos duras y tristes sobre la mesa.

–¿No quieres saber nada, Masino? –le pregunté al rato.

–No, nada –respondió su voz alejándose, como si estuviera del otro lado de la pared.

Yo permanecí no sé cuánto tiempo sentado en aquel lugar, con la sien apoyada en el postigo de madera, desde donde sin moverme había visto antes las amapolas. Sabía que se hacía de noche, pero estaba bien y no me movía.

Cuando me llegó el estrépito del tranvía me recobré, y sin embargo tenía una vaga conciencia de sentirlo ya desde hacía tiempo. La penumbra que colmaba también la ventana no podía haber escondido aún el prado, pero no pensaba ya en ello en ese momento, y no miré. Veía en cambio al fondo de la habitación una puertita entrecerrada que daba al exterior e, ignorando desde cuánto tiempo hacía que estaba allí, me inquietó que entrasen los dueños y se quejaran de mi permanencia clandestina. No era solamente inquietud, era terror. Enfilé hacia la puertita y, después de un trecho de prado recorrido con el corazón en la boca, me escabullí detrás de una fábrica.

Traducción de Rodolfo Alonso