Usted está aquí: domingo 25 de febrero de 2007 Cultura Barbería bárbara barbero

Bárbara Jacobs

Barbería bárbara barbero

Tengo El intruso en las manos. Es un libro de Thomas Mann inexistente en su bibliografía. Pero insisto en que el título debía ser Las transmutaciones. Trato de precisar la diferencia entre este último nombre y el de transformaciones. El primero me hace pensar en un cambio más radical que el segundo, como si transmutar implicara mudar lo interno mientras que transformar sólo se hiciera cargo de lo externo, intuición léxica a la que llego sin mayor conocimiento de causa ni siquiera mediante su sentido etimológico.

Sin embargo, ¿cómo relacionar cualquiera de estos dos sustantivos con el de intruso? ¿Y con Thomas Mann?

¿Qué tal si del autor sólo tomo (o thomas tú) el apellido; le quito una ene y lo transmuto en hombre, el significado de man en castellano? Esto resultaría en que el hombre es un intruso; o en que el hombre transmutado se convierte en intruso. Y como acto seguido en mi pequeña libreta anoté el término mundo desconocido; es muy fácil entender por qué un hombre que se interna en él, en el mundo desconocido, es un intruso. ¿El mun-
do desconocido se refiere al del interior del hombre? ¿Entonces el hombre que se adentra en sí mismo es un intruso de sí mismo?

Extendiendo los significados en todo caso me explico por qué finalmente me encuentro en una peluquería que, dicho sea de paso, es un mundo desconocido para mí, pues para peluquearme no me he valido nunca sino de peluqueros privados. El primero, Abundio, un viejo peluquero refugiado español. Pero en la peluquería en que me encuentro estoy limpiando las salpicaduras de sangre que goteaban al piso y que brotaban de la cabeza, el cuello y la cara de un hombre al que el peluquero le cortaba el pelo y le rasuraba la barba, los bigotes y las patillas, o lo transformaba ante un espejo, sin que ni peluquero, ni cliente ni yo supiéramos qué imagen del cliente habría de reflejar el espejo, o en qué se iba a transmutar el hombre en el sillón una vez peluqueado, ni tampoco a qué podría deberse el derramamiento de sangre que la transformación causaba, y que a los demás clientes y empleados no los inmutaba, por la sencilla razón de que no veían ninguna sangre ni me veían a mí pues "yo", un intruso que no creía ser ni cliente ni empleado de la peluquería, parecía no existir, o que si me forzaban a admitir mi realidad no contaba sino con la realidad de la sangre que veía, olía, palpaba, oía caer al piso y, aunque no la paladeara, podía asegurar que conocía su sabor, por más que para los otros la realidad de la sangre, como mi propia realidad, también estuviera en duda, pues tampoco parecían verla, como parecían no verme a mí.

¿Era yo una sombra? ¿Era la sangre producto de mi imaginación? ¿Era yo la corporeidad del mundo interior del hombre sobre el sillón? Y la sangre, ¿la materialización del dolor, del miedo ante la transmutación que sufría a manos de lo que en la antigüedad era también un cirujano, es decir, alguien que quirúrgicamente extrae de tu cuerpo lo que te daña y facilita tu conversión en otro, en un hombre ahora sano y por lo tanto nuevo, transmutado, desconocido para sí mismo?

Entonces, la realidad de mi existencia, la realidad de la sangre, al no parecer existir para los demás, pues parecían no vernos, tal vez no existíamos para mí porque nos viera, sino porque nos sentía.

 
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