Usted está aquí: lunes 19 de febrero de 2007 Opinión El PRI, sin rumbo

Editorial

El PRI, sin rumbo

Con el proceso de renovación de su dirigencia nacional, que culminó ayer, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), en vez de expresar actualidad, cohesión y congruencia, ha dado el espectáculo de sus vicios más acendrados: corporativismos, cacicazgos, prácticas antidemocráticas y, lo más grave, una alarmante falta de claridad, de rumbo y de propuestas para un país que se debate en una aguda crisis de representatividad, en el deterioro sostenido de sus instituciones y en una persistente ofensiva económica y política contra sus estamentos populares.

La disputa entre las fórmulas encabezadas por Beatriz Paredes y Enrique Jackson ha sido, como pudo constatarse con la ausencia de debate y de análisis, una pugna por espacios de poder y mecanismos de control, y no por dotar al instituto político de una línea definida y de una proyección específica. Ambos bandos recurrieron a alianzas con lo peor del priísmo: las tecnocracias "modernizadoras" salinista y zedillista que mantienen un pie en el Revolucionario Institucional y el otro en el gobierno de Felipe Calderón, por un lado y, por el otro, el atraso político representado por cúpulas sectoriales y gobernadores impresentables. Con esos antecedentes, parece sumamente difícil que la nueva dirigencia, que encabezará la ex gobernadora de Tlaxcala, vaya a ser capaz de detener y remontar la caída libre que sufre el priísmo desde hace siete años y que lo ha llevado de la primera a la tercera posición en las preferencias del electorado.

El tricolor ha sido incapaz de tomar una posición ante las frustraciones de una transición democrática que ha desembocado en el derrumbe de legitimidad de las instituciones políticas, ante la campaña oficial contra el salario y el poder adquisitivo de las mayorías, ante la descomposición que impera en las dependencias de seguridad pública y de procuración de justicia, ante la entrega creciente del país a las elites empresariales locales y trasnacionales, ante las tendencias autoritarias que ostenta el poder público, con los consiguientes atropellos a las garantías individuales y los derechos humanos. Ha preferido, en cambio, actuar como aliado de las administraciones panistas y ha hecho frente común con la reacción gobernante en episodios parlamentarios vergonzosos, como el desafuero de Andrés Manuel López Obrador y la aprobación de la llamada ley Televisa. Convalidó, además, la asunción presidencial de Calderón y respaldó al panismo en la legitimación de los resultados electorales más impugnados desde 1988, todo ello a cambio de prebendas, preservación de impunidades y conservación de cotos de poder tan cuestionables como los de Mario Marín, el góber precioso poblano, y Ulises Ruiz, el mandatario oaxaqueño que provocó una insurrección cívica en su contra.

En tales circunstancias, cabe dudar que el otrora partido del gobierno pueda recuperar los puntos más valiosos del ideario que le dio sentido -a pesar de su naturaleza antidemocrática- hasta la llegada de los regímenes neoliberales emanados de su seno: la defensa de la soberanía nacional y el principio de no intervención, la redistribución del ingreso, la promoción del bienestar social y el impulso al desarrollo nacional. Es lamentable, porque tales principios requieren, en el México de hoy, de defensores resueltos y de promotores con noción de país. A lo que puede verse, el priísmo seguirá dilapidando, en su supeditación pragmática a los gobernantes de la derecha, una experiencia política y una estructura partidista que habrían podido marcar la diferencia en la presente coyuntura.

 
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