Número 125 | Jueves 7 de diciembre de 2006
Director fundador: CARLOS PAYAN VELVER
Directora general: CARMEN LIRA SAADE
Director: Alejandro Brito Lemus

Había una vez...

A todos los que hicieron posible nuestra Ley

Por Joaquín Hurtado

Había una vez un hombre que llamaremos Abraham y fue referido a cirugía. En lo físico estaba listo y así se presentó en ventanilla. La amable señorita de trabajo social le dijo muy bien, venga el nueve de noviembre a las dos de la tarde, haga ayuno y traiga un familiar, es Muy importante. El muy así con mayúscula.

¿Un familiar? Imposible. ¿Cómo hacer que ellos vengan si ya no le dirigen la palabra desde que se enteraron de eso? ¿Y qué es el eso? De la homosexualidad, del virus innombrable. Nada fuera de este mundo: sólo el demonio en persona para ciertos parientes. Abraham le explicó a la señorita que no podía venir ningún familiar, que prefería al amigo quien lo ha cuidado y conocía su historia clínica.

La señorita respondió con helada cortesía: tiene que ser su esposa o algún familiar directo, nadie sabe qué pueda pasar y legalmente su amigo no es nadie para el hospital. Y la gentil señorita tenía razón: la ley es la ley: El amigo puede venir de visita si quiere, sin embargo requerimos la presencia de un familiar, su firma. Familiarrr, firrrma. La señorita subrayó el sonido fricativo que les cayó como golpe en el vientre.

Horacio, su mejor amigo y compañero sentimental le dijo don’t worry, quizás lo podamos resolver de otro modo. Horacio siempre ha sido así: nunca se da por vencido. Desde que Abraham le llegó destrozado, con la noticia como bulto de piedras en la espalda, se ha vuelto más astuto, más audaz. Horacio suele traer noticias de nuevas terapias, lo lleva al médico, lo mima, lo cura, lo obliga a hacer ejercicio para nivelar la alta concentración de lípidos. Le presta uñas y colmillos contra las burlas de los demás. Lo regaña si no se toma sus medicinas. Lo ama. Diez años que Horacio le ha regalado la más exquisita sobrevida, después de un diagnóstico fatal, cuando los exámenes de sangre y la opinión de los médicos lo daban por desahuciado.

Había una vez un hombre muy enojado y deprimido que gritó basta, ya no sigo adelante, que a regañadientes tuvo que aceptar la idea de su novio Horacio. ¡Ay Horacio y sus ideas locas! Horacio y sus métodos extravagantes de solucionar los enredos más infernales.

Había una mujer llamada Elena, que era muy amiga de un amigo de Horacio, solterona y buena onda. Pero con muy mala suerte con los hombres de este planeta.

Todavía hay grandeza. Todavía hay mezquindad. Todavía hay esperanza para la humanidad irredenta. Abraham y Elena son ahora esposos. A falta del paraguas civil de una unión de convivencia como en otras latitudes, llegaron a un acuerdo: el matrimonio por conveniencia, con los riesgos que contiene: bienes separados, respeto en los asuntos del corazón y la intimidad mutua, y eventualmente hacer la gran actuación de sus vidas para venir y dar la firma.

La vulgar firma cada vez que una estricta señorita de algún hospital del perro la requiera como condición inapelable para cuidar de nuestros amados enfermos. La hueca firma cuando a Abraham se le meta en la cabeza el extraño capricho de querer sobrevivir a un tumor en el estómago.