Usted está aquí: domingo 12 de noviembre de 2006 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Galería de retratos

Al cabo de veintiún años de trabajar en la misma estación de radio, Marisa concibe la cabina desde donde transmite su programa nocturno como el cuarto oscuro de un fotógrafo o el gabinete de un prestidigitador que inventan realidades a partir de negativos o trucos, mientras ella lo hace con voces. A partir de los tonos, los nombres y las escasas referencias que le proporcionan sus radioescuchas, Marisa les atribuye una personalidad, una estatura, un volumen, unas señas particulares e inclusive les adjudica un atuendo.

Marisa nunca se ha propuesto saber si sus imaginaciones corresponden a la realidad, pero el azar se ha encargado de informárselo. La involuntaria aclaración le ha producido satisfacciones, sorpresas y desencantos. Estos le inspiran antipatía hacia la persona que, según ella, traicionó al personaje que con tanto cuidado Marisa fraguó a lo largo de meses o años. Para evitar la mala experiencia, hacia la madrugada, en cuanto abandona la estación de radio, procura desactivar su malicia auditiva y hundirse en los rumores de la calle como un caminante que escucha el canto de los pájaros sin tratar de identificarlos. De ese modo se siente segura, rodeada de presencias fieles que no le exigen esfuerzos adicionales para aceptarlos tal como son, en su mundo de invenciones y palabras.

Quienes la oyen cotidianamente también la imaginan, pero ellos sí quieren comprobar que están en lo cierto. A veces, en medio de una conversación sobre un tema de actualidad, algún radioescucha abandona el asunto y le pregunta si es alta o baja, blanca o morena, de pelo largo o corto. Aunque ella escapa por el camino de la risa hay ocasiones en que eso no basta y el interlocutor insiste pidiéndole una foto. "Lo siento, no tengo ninguna". Nadie cree que esa respuesta sea verdadera, pero lo es. Puedo afirmarlo porque conozco a Marisa desde hace muchos años.

II

Vivo en Santa María, en una casa de una sola planta. Un prado la divide de otra idéntica. Al cabo de las horas una se convierte en sombra de la otra y por la noche las dos quedan sumidas en la oscuridad, en medio de edificios altos y amenazantes que destruyen cada vez más la dimensión humana de la colonia.

Los terremotos del 85 dañaron mucho la zona. Aterrorizados por los derrumbes y las cuarteaduras que aparecieron en las casas gemelas, mis vecinos optaron por volver a Saltillo. El letrero de "se renta" y unas banderolas de colores atrajeron a muchos interesados. La última fue Marisa. No voy a describirla. Respeto su juego: que cada quien, a partir de su nombre, la imagine y la construya a su gusto.

Un sábado por la tarde don Alfonso, el administrador, quitó el letrero y las banderolas. A la mañana siguiente se estacionó ante mi ventana un camión de mudanzas. Por primera vez escuché a Marisa:

"Bajen esas cajas primero y con mucho cuidado por favor". El tono de su voz despertó mi curiosidad y me asomé por la ventana. La vi cuando entraba en su nueva casa y sólo pude mirarla de espaldas. Su atuendo informal y la gorra que cubría su cabeza me hicieron suponerla entrenadora deportiva. Al día siguiente nos conocimos y se lo dije. Ella me sacó de mi error y me puso a prueba: "¿A qué otra cosa piensas que me dedico?" No dudé en responderle: "A cantar. Con esa voz..."

Se acarició la cicatriz que tiene sobre la ceja derecha: "De niña cantaba, pero casi siempre lo mismo, lo mismo..." Por la forma en que me miró comprendí que deseaba cambiar de tema. Le allané el camino poniéndola al tanto de cómo funcionaba la colonia. Me interrumpió: "¿Hay cerca algún sitio de taxis?" Le di el teléfono del servicio que acostumbro ocupar y nos despedimos sin que me hubiera dicho a qué se dedicaba.

III

Si bien no nos frecuentamos, en la cuadra donde vivo todos nos conocemos. La llegada de Marisa despertó el fisgoneo; a la semana siguiente, cuando fue notorio que todas las noches a las 11 llegaba un taxi a buscarla y la devolvía alrededor de las seis de la mañana, se desató la maledicencia. Al pasar junto a mis vecinos sentía sus ojos inquisitivos y el deseo de preguntarme acerca de la recién llegada. Aunque hubiera querido complacerlos me habría resultado imposible. De la casa gemela a la mía no me llegaba ningún indicio fuera de los rumores de la vida cotidiana.

Una tarde, al regresar de mi trabajo, me crucé con Marisa en el jardín. Iba a la tlapalería porque necesitaba un martillo. Le ofrecí el mío y me lo agradeció; quería colgar los retratos que llevaban semanas guardados en cajas. Otra vez descubrí en su frente la cicatriz que le impone un trazo especial a su ceja derecha y afecta la intensidad de la mirada. También esto es especial en Marisa.

Por la noche tocó a la puerta para devolverme el martillo. La invité a pasar, se disculpó: "Mejor otro día. Ya casi es hora de que me vaya a mi trabajo y no he arreglado mis cosas". Pensé en los rumores que circulaban por la calle acerca de Marisa. Ignoro si ella también los conocía. De todos modos aclaró mis dudas: "Por cierto, no te he dicho que trabajo en una estación".

Pensé en una terminal: "Debe ser muy emocionante el ir y venir de las personas. Supongo que con los viajeros frecuentes hasta llevarás cierta amistad". Sonrió: "Es una estación de radio. Semanas antes de mudarme para acá empecé a conducir un programa nocturno". Me indicó las frecuencias por las que se transmitía y esa misma noche las sintonicé.

La voz de Marisa sonaba distinta a como yo la había oído, al grado de que me pareció otra persona. En la emisión un radioescucha insistió en pedirle datos personales. Con habilidad ella esquivó la respuesta. El hombre no se dio por vencido: "Entonces mándame un retrato. Si pudiera caminar iría a recogerlo". Enseguida contó su difícil historia. Cabía en unas cuantas palabras: el viaje esperanzado de la provincia a la capital, un accidente de ferrocarril, el abandono familiar, la espera de la muerte. Terminó con una pregunta: "¿Podría regalarme su foto?" Enmarcada por una risa tímida, Marisa sonó terminante: "No puedo, no tengo ninguna". Recordé el incidente del martillo y le adjudiqué a mi vecina un rasgo de egoísmo que no correspondía a su aspecto ni a su forma de vida. Modifiqué mi criterio cuando supe que Marisa no le había mentido al radioescucha.

IV

Tengo un sueño irregular. Me despierto a deshoras y me pongo a leer; cuando la fatiga no me lo permite, enciendo la radio. Desde que conozco a Marisa escucho su programa. Las voces y los nombres de algunos de sus seguidores ya me resultan familiares. Hace años, una noche llamó una mujer. Le dijo a Marisa que la oía a diario, pero nunca se animaba a hablarle por miedo a que otras personas la criticaran. Si al fin había vencido sus temores era porque acababa de morir el último miembro de su familia. "Fuimos seis. Ya me quedé solita y ahora mi única parienta es usted. ¿Sabe? La siento como si fuera mi hermana".

Por primera vez en todo el tiempo que llevaba de oírla noté que Marisa no sabía qué decir. Escuché su jadeo y el leve rumor de los collares que a veces adornan su cuello. Imaginé que se había llevado la mano al pecho y su cicatriz se remarcaba sobre la ceja derecha. Todo ocurrió en cuestión de segundos, hasta que Marisa se repuso y pudo explicarle a su interlocutora cuánto agradecía sus palabras. A cambio de aquella expresión de afecto, la desconocida le dijo su nombre ­Herminia­ y le pidió que le enviara un retrato. Marisa se negó con el mismo argumento de siempre: "No tengo ninguno".

El tono de aquella conversación me disgustó y apagué la radio. No podía aceptar que una persona como Marisa fuera la misma que se había mostrado indiferente, hasta cruel con la persona que acababa de hacerle confesiones tan íntimas. Toda la noche seguí pensando en Herminia. Por su voz, por su acento, imaginé su casa desierta, la forma en que de seguro estaba acariciando los objetos que le devolvían el recuerdo de sus seres queridos, sus pasos sobre las duelas húmedas. La idea de tanto vacío me atormentaba. Decidí esperar a Marisa y hacerla que cambiara de actitud hacia Herminia.

En cuanto escuché el taxi, salí a su encuentro. "¿Pasa algo?" Le comuniqué mis reflexiones y no pude evitar calificarla de egoísta. Desconcertada, Marisa se dirigió a su casa y la seguí. El olor a madera armonizaba con el follaje de las palmas camedor que embellecían el pasillo y la estancia. En su muro principal vi una serie de retratos. En todos aparecía invariablemente la misma mujer con un bebé en brazos, arropado como si fueran a llevarlo a su primer paseo.

Mi silencio equivalía a una pregunta a la que Marisa respondió: "Es mi madre. Los bebés son mis ocho hermanas menores. Todas fallecieron a las pocas horas de nacidas. Mi padre, aterrorizado por cada una de aquellas muertes, desaparecía. Sólo quedábamos mi madre y yo para velar a las niñitas. Durante el velorio mi madre me pedía que cantara el himno que ella me enseñó; antes del entierro me ordenaba que fuera por el fotógrafo para que les tomara a ella y al bebé juntos el único y el último retrato. Para consolarse de la pérdida, mi madre vivía semanas contemplando la imagen y hablándole amorosamente, como si yo no existiera".

Marisa tomó aliento: "Llegué a desear la muerte. Pensaba que sólo de esa forma mi madre me vería. Una noche, dispuesta a suicidarme, me arrojé varias veces contra la pared. No logré mi propósito, pero me quedó esta cicatriz y una superstición que no puedo vencer y me inculcó mi madre: al verme sangrante me tomó en brazos como no recuerdo que lo hubiera hecho antes y me preguntó por qué había cometido tal barbaridad. Le confesé que me dolía que hablara más con mis hermanas muertas que conmigo, y le reproché que nunca se hubiera interesado por tomarme una foto. Me dijo: "Es que si lo hago siento que te vas a morir. Entonces, ¿quién les cantaría a tus hermanitas cuando se vayan al cielo?"

"De eso ha pasado mucho tiempo", le dije. Ella sonrió: "Pero nunca me he tomado una foto. Pienso que si lo hago no quedará quien pueda proteger las imágenes de mi madre y de mis hermanas muertas".

 
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