Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de octubre de 2006 Num: 607


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
El humor según Bergson
RICARDO GUZMÁN WOLFFER
Una nueva vida de Gianfalco*
MIRCEA ELIADE
Papini: el escepticismo
de la cruz

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA
Lúcido y contradictorio
GIOVANNI PAPINI
La historia de la historia de la caricatura
AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ
Aniversarios no todos redondos
RICARDO BADA
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES


Directorio
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ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
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CÉLEBRES FORMAS DEL TEDIO

Borges declaró que él no se consideraba con talento para escribir novelas (eufemismo para evitar la afirmación: "no me gusta escribir novelas"), así que imaginaba el argumento de una para ofrecer su resumen dentro de un cuento. Lo hizo en varias ocasiones y una de las más memorables fue "El jardín de senderos que se bifurcan", donde expuso de manera imborrable el argumento y la compleja estructura de la novela de Ts’ui Pên que da título al cuento. Fiel a sus preceptos de máxima concentración estilística y narrativa, Borges creó con esa obra una de las muchas cúspides literarias que lo llevaron a obtener el admirativo aprecio de escritores tan distintos como Italo Calvino y Umberto Eco.

Continuador del cuento moderno, género desarrollado por Ludwig Tieck, Hoffmann y Poe, quienes postulaban la brevedad e intensidad del texto desde finales del siglo xviii y principios del xix, el autor argentino criticó los riesgos del despilfarro que propicia el ejercicio de la extensión novelística. A veces, eso lo llevó a juicios lapidarios (e injustos, hay que admitirlo) contra obras de autores como Dostoievski y Tolstoi, a las que calificó como "célebres formas del tedio" (y no hay que dudar que el juicio también incluía a Proust). El caso es que la advertencia contra los peligros de expansividad y desbordamiento incontrolados de la novela, previstos por Borges, han formado parte del canon narrativo contemporáneo, al igual que la búsqueda poetizante y nuevas tensiones del lenguaje en muchos novelistas de finales del siglo xix y de casi todo el siglo xx. Los autores de la nouveau roman se atrevieron a jugar en la frontera del tedio, pero no puede negarse la fructífera influencia de novelas como La modificación o La celosía en la imprescindible Morirás lejos, de José Emilio Pacheco, o en La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo, o en Farabeuf, de Salvador Elizondo. Además, la noción de tedio varía de lector a lector: quienes desfallecen con el bel canto encuentran tedioso a Wagner y viceversa, quienes lloran con Memín Pinguín se aburren con Platero y yo… Bajo esas salvedades, ¿qué puede ser tedioso para el lector que busca el placer del texto dentro de la novedad de una novela recién aparecida en el mercado de los libros?


Edgar Allan Poe

Recuerdo el desastre que El péndulo de Foucault representó para el borgeanista Umberto Eco: después de los méritos y el éxito de El nombre de la rosa, Eco se extravió como los malos lectores de la novela de Ts’ui Pên, que la consideraban caótica y proliferante. Su segunda novela, erudita y de talante ensayístico, terminó por convertirse en un rollo incesante en el que los personajes se detenían a explicar a cada momento todas las referencias necesarias para que el lector comprendiera la conspiración de la trama, con daño perdurable para eso que Greimas llamó la diégesis y, el común de los mortales, la acción narrativa. ¿Qué es el hermetismo? ¿Quiénes fueron los templarios? ¿Quiénes son los rosacruces? ¿Quién es Foucault? Antes de dar un paso, los personajes debían tratar a su interlocutor como a un estúpido Watson, atento a las palabras del perspicaz Holmes, pues sin saber qué era cada asunto, la dichosa diégesis nomás no iba para ningún lado y el lector se quedaba en ascuas. Eso sí, la novela de Eco se volvió caótica y dispersa, alejada de la estética de Borges, quien con su cuento "La muerte y la brújula" había escrito varios años antes un cuento insuperable que contenía, con genio e inteligencia, mucho más de lo que Eco pretendió narrar en sus más de quinientas tediosas páginas de farragosa y fallida novela.

Cayó en mis manos un poco celebrado libro de Mateo Perla (Matthew Pearl: La sombra de Poe). Es rollero, malo y vendedor como El código da Vinci, pero menos erudito que El péndulo de Foucault, y fue publicado por Seix Barral, que antes garantizaba la calidad de sus títulos. El protagonista, un estólido Quentin Clark, pretende esclarecer tontamente el misterio de la muerte de Poe buscando a la persona que inspiró al personaje de C. Auguste Dupin; la obra ofrece la solución del "misterio" entre las páginas 414 a 438 de la traducción castellana, lo cual corrobora el mucho ruido de las 452 páginas frente a las pocas nueces narrativas. Entre los sucesivos deus ex machina que propone el engendro, hay desmayos, persecuciones, salvaciones, carreras, golpes y toda clase de efectos que la serie del Superagente 86 hubiera considerado obsoletos y ridículos.

Vuelvo a Borges, a Poe, a Calvino, y me digo: "Esto sí es literatura."