Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de octubre de 2006 Num: 604


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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Una visita a Breendonk
MARCO ANTONIO CAMPOS
Fastos de Ulan Bator
LEANDRO ARELLANO
El largo aliento de Raymond Chandler
ADRIÁN MEDINA LIBERTY
Calles mezquinas . . .
BRADBURN YOUNG
El bueno, el feo y el malo
JUAN TOVAR
El Nobel y la prueba del siete
RICARDO BADA
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Y Ahora Paso a Retirarme
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Reseña de Jorge Alberto Gudiño Hernández sobre Colección de monstruos pretéritos


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Ricardo Bada

El Nobel y la prueba del siete


Ilustración de Juan G. Puga

Como nos acercamos de nuevo a las fechas en que se dirime el campeonato mundial de la literatura, siempre en Estocolmo, estuve fatigando mi memoria e hice una lista de nada menos que quince Nobel escandinavos: siete en Suecia, tres en Noruega y otros tantos en Dinamarca, y uno cada uno en Islandia y Finlandia. Y no me parece a mí que la literatura escandinava haya sido de tanto peso en la literatura universal, con la excepción de dos autores precisamente no premiados, que son Ibsen y Strindberg –a los que habría que añadir a Hamsun, que sí recibió el Nobel pero está en cuarentena por su presunto filonazismo.

Sólo reduciéndome a los siete suecos (Lagerloff, Karlfeldt, Von Heidenstam, Lagerkvist, la nacionalizada Nelly Sachs, Johnson y Martinson), de los que el único nombre más o menos indiscutible sería el de doña Selma, enlisto enfrente estos siete de autores latinoamericanos: Rubén Darío, César Vallejo, Rómulo Gallegos, Juan Rulfo, José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti y Julio Cortázar. Creo que basta y sobra con el cotejo de ambas listas para que quede en evidencia que el Nobel es una merienda de blancos primermundistas.

Pero por si acaso no bastase ni sobrara, pensemos ahora en estos siete autores españoles: Pérez Galdós, Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Luis Cernuda, Max Aub y María Zambrano, de los que sólo uno obtuvo el placet de Estocolmo. O en estos brasileños que también son siete: Machado de Asís, Graciliano Ramos, Guimarães Rosa, Drummond de Andrade, Nelson Rodrigues, Clarice Lispector y Jorge Amado, de los que ninguno degustó las mieles suecas.

O en estos otros siete del ámbito del idioma alemán: Rilke, Heimito von Doderer, Hermann Broch, Gottfried Benn, Alfred Döblin, Max Frisch y Friedrich Dürrenmatt, para no hablar de Else Lasker-Schüler e Ingeborg Bachmann, y hasta si me apuran del indeglutible Robert Musil y de Thomas Bernhard (a quien premiaron póstumamente en la persona de Elfriede Jelinek, que es algo así como si hubiesen galardonado a Isabel Allende en vez de a García Márquez).

Las listas alternativas por países requieren tanta sensibilidad como conocimiento, y además de las que dejé ya consignadas sólo podría hablar con cierto fundamento de la que puede hacerse con autores del idioma neerlandés y/o flamenco, nombres que a los lectores de lengua española poco o nada les dirán: Louis Couperus, Simon Vestdijk, Gerrit Achterberg, Louis Paul Boon, Willem Frederik Hermans y Gerard van ‘t Reve, y el todavía vivo y activo Hugo Claus.


Arriba, izq. -der, Selma Lagerloff, E. A. Karlfeldt, Von Heidestam;
abajo, izq. -der., Lagerkvist, Nelly Sachs, Johnson y Harry Martinson

Y a partir de la guerra fría, si pensamos en el ámbito centroeuropeo –lo que se conoció como "Europa socialista" o "los países del Este"–, el reparto con cuentagotas del Premio Nobel se puede clasificar dentro de la categoría correspondiente a la hoja de parra: dos en Polonia (si bien Miłosz nacionalizado USA-no) y uno cada uno en Checoslovaquia, Yugoslavia y Hungría, además del muy merecido a un búlgaro que era súbdito británico y escribía en alemán, Elias Canetti. También aquí ignorados los nombres del polaco Zbigniew Herbert, el esloveno Vladimir Bartol, el serbio Milos Cernianski, los rumanos Émile Cioran y Eugène Ionesco –aunque se nacionalizaran franceses y escribieran en ese idioma–, el albanés Ismail Kadaré (aún vivo), y sobre todo el séptimo de esta lista, un alemán oriental y universal: Bertolt Brecht.

Todo ello sin haber penetrado aún en la terra incognita que sigue siendo para muchos de nosotros la literatura de Asia, África, Oceanía y el mundo árabe, sin olvidar a Rusia, que en materia continental es ambidextra. Pero quieras que no, también acá podríamos aventurar hasta unos nombres no ya homologables sino muy superiores a los siete suecos de marras: los rusos Anton Chéjov, León Tolstoi y Mijaíl Bulgakov (amén de un ruso de ciudadanía USAna, Vladimir Nabokov), el chino Lao She, el japonés Yukio Mishima, el griego C. P. Kavafis, el indonesio Pramoedia Ananta Toer y el sirio-libanés Adonis, estos dos últimos aún volcanes en erupción creadora, tanto como el indio nacionalizado inglés Salman Rushdie, el kirguisio Gengis Aitmatov, el nigeriano Chinua Achebe y dos turcos, Yassir Kemal y Orhan Pamuk, que junto con otros dos ya fallecidos, el ruso Máximo Gorki y el senegalés Lépold Sédar Senghor, aumentarían la cuenta a quince, tantos como los nórdicos ya galardonados.

Pueden creerme bajo palabra que ninguna de esas listas es inferior en calidad, sino todo lo contrario, a la de Bjørnstjerne Bjørnson, Karl Gjellerup, Henrik Pontoppidan, Sigrid Undset, Erik Axel Karlfeldt, Frans E. Sillanpää y Johannes V. Jensen, siete autores escandinavos cuyos nombres también deben decirles bastante poco, pero que sí recibieron un suculento cheque de la Fundación Nobel. Y por cierto que uno de ellos lo perdió durante la juerga de la noche del 10 de diciembre, y fue, ¡pobre!, el finlandés Sillanpää... y con la fama de estúpidos que tienen sus compatriotas entre los suecos, ya se pueden ustedes figurar la cantidad de chistes que hicieron al respecto. Aunque un aspecto positivo sí tuvo esa pérdida: a partir de entonces, 1939, lo que se entrega a los galardonados no es un cheque efectivo sino su facsímil. Por si las que ni labráis como abejas ni brilláis cual mariposas.

O sea, y para concluir, que si el Nobel recayera este año en un latinoamericano del calibre de Gonzalo Rojas o Mario Vargas Llosa –los dos que suenan para ello–, por supuesto que yo me alegraría, pero casi más por el prestigio del propio premio que por mis amigos. Pues ninguno de los dos lo necesita para figurar ya, indeleblemente, en la historia de la literatura universal.