Usted está aquí: martes 19 de septiembre de 2006 Opinión Paradojas de la resistencia

Luis Hernández Navarro

Paradojas de la resistencia

Casi dos meses y medio después de formado, el movimiento contra el fraude electoral mantiene una vitalidad y una capacidad de convocatoria notables. Los fuertes golpes que ha sufrido, lejos de mermarlo parecen robusterlo. Y, pese a que perdió la batalla legal, ha ganado dos grandes escaramuzas simbólicas en la disputa por el calendario patrio, nada despreciables en el pleito por la legitimidad: 1º y 15 de septiembre.

A pesar de que los medios de comunicación electrónicos le cerraron espacios ha encontrado la forma de transmitir su mensaje. No obstante la defección de algunos intelectuales que originalmente apoyaron a Andrés Manuel López Obrador, ha mantenido viva la adhesión de una significativa parte de la comunidad intelectual y académica. La impopularidad que el plantón en Reforma le provocó entre sectores medios no mermó las simpatías entre su base apoyo principal.

El movimiento cuenta con una sorprendente legitimidad. Por lo pronto, más allá de su desenlace final, ha ganado ya la batalla por la historia. En unos cuantos años su versión de las elecciones de 2006 será "lo realmente sucedido". De hecho, en muchos lugares, dentro y fuera del país, se da por sentado que Felipe Calderón triunfó merced a un gran fraude electoral.

No siempre ha sido así. Por el contrario, las explicaciones críticas sobre conflictos como el que vive México deben remar contracorriente durante un largo periodo para triunfar. La visión de la sociedad mexicana que no participó en las protestas de 1968, la lucha contra el fraude de 1988 y el levantamiento zapatista de 1994 era mucho más crítica y desconfiada en relación con la que la opinión pública tiene en la actualidad del movimiento de resistencia civil.

Hoy casi nadie duda que en 1968 el gobierno actuó represiva y autoritariamente, o que en 1988 Cuauhtémoc Cárdenas ganó las elecciones, o que el levantamiento zapatista fue una sublevación indígena genuina. Pero cuando estos hechos sucedieron, la percepción pública sobre ellos era diferente. Se les veía con enorme desconfianza. Para que esta visión se transformara en el relato sobre "lo que verdaderamente pasó" transcurrieron varios años.

El movimiento ha rebasado ya su carácter de protesta contra el fraude y parece encaminarse a la conformación en una coalición antioligárquica y en lucha por la transformación de las instituciones, pero no contra el neoliberalismo. Tiene frente a sí el desafío del 1º de diciembre, fecha en la que deberá de tomar posesión Felipe Calderón, pero posee ya un horizonte de lucha más allá de este momento.

La convención nacional democrática (CND) proporcionó al movimiento la visión y el mandato para emprender la lucha por el cambio institucional. Permitió también un momento de encuentro entre la movilización social y la representación política institucional en el congreso de los partidos que hoy integran el Frente Amplio Progresista. No está claro aún si esta relación entre acción en las calles y representación parlamentaria y gobiernos locales podrá mantenerse o, por el contrario, como ha sucedido una y otra vez en el pasado, los legisladores y mandatarios actuarán de acuerdo con sus propios intereses. No se trata de una especulación. Recordemos lo sucedido con la contrarreforma indígena, la ley Televisa y la ley Monsanto.

Pero esta contradicción no es única. El movimiento plantea alcanzar su objetivo estratégico, el cambio de régimen y la creación de una cuarta República, sin convocar un nuevo constituyente y sin una nueva constitución. Es decir, quiere un cambio sin ruptura. Sin embargo, la dinámica del movimiento desde abajo es muy otra. Su vocación contra el neoliberalismo y su radicalidad en la acción son evidentes. El viejo pacto social ha sido roto por el fraude y su reconstitución requiere mucho más que un mero cambio de régimen.

De la misma manera, no es poca cosa que un movimiento reformador que proclama la necesidad de una nueva política esté conducido por la vieja clase política de izquierda, acostumbrada a los acuerdos cupulares y al gradualismo inmovilizador. Tampoco que en una coalición que busca refundar la República la presencia juvenil sea testimonial y escasa. Los centros de educación superior, en lo general, y la UNAM, en lo particular, han sido un factor clave en la lucha por la democracia en México, pero en esta ocasión su presencia en las jornadas de lucha (y durante la campaña electoral) ha sido limitada.

Asimismo resulta paradójico que un movimiento que reivindica una democracia radical tenga un liderazgo vertical y unipersonal. No es un hecho insignificante que en una movilización de esta naturaleza el peso político en la toma de decisiones de las organizaciones sociales sea tan pequeño; conforme pase el tiempo la continuidad de la coalición dependerá en parte de sus estructuras y recursos.

Hasta hoy la autoridad de López Obrador y la gravedad de la situación política han creado una situación en que estas contradicciones han pasado a segundo plano, ante la necesidad de responder con rapidez al fraude y la imposición. La emergencia ha hecho de estos asuntos una cuestión aplazable. Coaliciones populares de orientación progresista en América Latina tienen en su interior contradicciones parecidas a las que vive la resistencia civil en México.

Pero no hay plazo que no se cumpla. Tarde o temprano, si el movimiento quiere convertirse en una fuerza transformadora de largo aliento, necesitará resolver las paradojas de su origen. De no hacerlo, el formidable impulso que tomó en su despegue podría agotarse, asfixiado por las prácticas y los vicios políticos que hicieron del PRD la caricatura de lo que quiso ser en su fundación.

 
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