Usted está aquí: martes 19 de septiembre de 2006 Opinión La democracia regresiva

Javier Wimer

La democracia regresiva

La sucesión presidencial de 2006 es y pasará a la historia como una elección de Estado. Mal hecha, por cierto, debido al descaro de la intervención oficial en favor de su candidato y, principalmente, a los despropósitos de los órganos encargados de cuidar y de calificar el proceso. En esta perspectiva, la sentencia del tribunal electoral resulta la pieza maestra de nuestra incompetencia institucional.

Países como Alemania, Italia, Chile y Costa Rica han sobrepasado, en fecha reciente y sin mayores complicaciones, el trance de votaciones cercanas al empate. Nosotros, en cambio, hemos gastado miles de millones de pesos en crear un moderno y lujoso aparato de justicia electoral que, como hemos visto, sólo ha servido para volver a los tiempos del gran elector. ¿Cómo hemos llegado adonde estamos y cuáles son las causas de esta regresión?

Conviene señalar, en primer término, que el proceso electoral de ahora es mejor que el de 1940 y peor que el de 2000. Los caudillos de la Revolución Mexicana renunciaron a la tentación de crear un sistema de partido único, pero inventaron un sistema de partido dominante que permitiera la transición casi dinástica del poder presidencial. Pero mientras el nuevo régimen se asentaba, la sucesión seguía arreglándose a balazos. Venustiano Carranza no pudo imponer a su candidato y fue asesinado en 1920.

El asesinato del presidente electo, Alvaro Obregón, en 1928, señala la continuidad de la violencia en la lucha por el poder. A Lázaro Cárdenas le tocó sofocar la última de las sublevaciones armadas, la de Saturnino Cedillo, en 1939, y ofrecer al país elecciones pacíficas y libres, en 1940. No resultaron ni tan pacíficas ni tan libres. Murieron muchos almazanistas opuestos a la candidatura oficial y el domingo de las elecciones bandas de pistoleros recorrieron las calles de ciudades, aldeas y rancherías robando y quemando urnas, asesinando a ciudadanos que defendían su voto. También en el siguiente cambio de gobierno murieron muchos henriquistas, pero después comenzó a disminuir la violencia debido a cambios en la política oficial y también al perfeccionamiento de los fraudes electorales.

Desde entonces hemos vivido la relativa placidez de una democracia simulada, que se asienta en la negociación de las cifras electorales. Vicente Fox perdió oficialmente la gobernatura de Guanajuato, pero su lucha democrática le permitió conquistar la Presidencia de la República. Fue el símbolo del paso a la democracia plena, el héroe de los nuevos tiempos, pero pronto asumió nuestra rica tradición autoritaria y empeñó sus esfuerzos en destruir a sus enemigos por medios ilegítimos. Abrió la puerta de Los Pinos con la llave de la democracia y la cerró de inmediato para impedir que entraran sus adversarios.

Por caminos plagados de irregularidades llegamos al espacio de las actuales elecciones, cuyos resultados señalaron una diferencia mínima entre las dos candidaturas principales y la incapacidad del Instituto Federal Electoral, por decir lo menos, para presentar dichos resultados correctamente. La coalición de izquierda denunció la existencia de un extendido fraude y solicitó el recuento de los votos al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Los siete magistrados del tribunal reconocieron las irregularidades y delitos electorales cometidos en el proceso electoral, pero generosamente los perdonaron para poder rechazar el recuento y para certificar la validez de la elección. Esta sentencia les ha valido apasionadas críticas e injurias. No creo que actuaran, como se dice, movidos por su interés personal, sino, más probablemente por su limitado entendimiento del orden constitucional, por su rutinaria sumisión al Poder Ejecutivo, por su sometimiento a la lógica del fraude patriótico y por padecer el síndrome de Grouchy, aquel mariscal de Napoleón a cuya ineptitud para desobedecer se debió la derrota de Francia en Waterloo.

No ofrecía ningún inconveniente el recuento de votos, excepción hecha de los riesgos propios de cualquier ajuste de cuentas, y debió haberse realizado para legitimar el triunfo del candidato oficial o del candidato opositor. La acción podría responder no sólo a la demanda partidista, sino al clamor público que la acompañó, a los millones de ciudadanos que la hicieron suya. Se habría atendido así al llamado derecho de petición, sin incurrir en el despropósito de Díaz Ordaz, que condicionaba su respuesta a las demandas estudiantiles de 1968 al cumplimiento de las formalidades previstas en el artículo octavo constitucional.

De esta brevísima historia se desprende que tenemos una cultura autoritaria de primera clase y una democracia de segunda clase, la cual ha mostrado su ineptitud para superar la prueba del seis por ciento, cifra de ventaja en votos que el candidato Vicente Fox exigía a sus rivales para aceptar su eventual derrota.

Ante la magnitud de la crisis política y económica en que vivimos es necesario reconocer la limitada vigencia de nuestras instituciones políticas y la necesidad de reconstruirlas en el marco de una radical reforma del Estado. Asimismo, debemos recordar que no existe una buena ley capaz de resistir a un mal juez, por lo que estamos obligados a revisar la calidad de nuestras normas de convivencia y la calidad de nuestras autoridades y representantes sociales.

 
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