Usted está aquí: miércoles 6 de septiembre de 2006 Espectáculos EL FORO

EL FORO

Carlos Bonfil

Sangre eterna

Ampliar la imagen Cartel promocional de la película de Jorge Olguín

CINE DE MEDIANOCHE, obra de culto instantáneo, deleite para incondicionales del género fantástico, enorme tomadura de pelo, o interminable muestra de humor involuntario, Sangre eterna, del chileno Jorge Olguín, es una experiencia desconcertante. Apreciada o detestada por públicos muy diversos, la interesante propuesta de una película de vampiros ambientada en una ciudad austral se convierte, irremediablemente, en un escaparate de lugares comunes del género sin control narrativo suficiente para evitar o editar secuencias de gran tedio.

LOS JOVENES QUE participan en un juego de vampiros llamado Sangre eterna paulatinamente pierden contacto con la realidad y, bajo la influencia del misterioso Dahmer (Carlos Bórquez), participan en rituales que rebasan sus ingenuas incursiones en el vampirismo gótico. Se les ve deambular por las calles de Santiago como autómatas o prófugos de una película de Robert Bresson (El diablo probablemente, 1977), y enfrentándose, a plena luz del día, con una pandilla de vampiros en deuda con el western místico de Jodorowsky.

EFECTOS ESPECIALES GORE, levitaciones colectivas en enfilada de ataque, maquillaje estupendo con manufactura látex en alguna decapitación de guiñol de casa de espantos. Colmillos a lo John Landis, monstruosas fauces a lo Clive Barker. Ambientación urbana sugerente, buen manejo de la luz diurna como elemento de dramatización, y algún personaje divertido, como la madre de la joven Carmilla (Consuelo Holzapfel), de inspiración almodovariana.

EL CONJUNTO SE antoja prometedor hasta el momento en que la película, de apariencia paródica, comienza a tomarse en serio y abandona sus primeras ambivalencias inquietantes. Los personajes no logran mayor densidad dramática, y el propósito de revertir el juego y sus pretendidas consecuencias funestas no tiene una resolución convincente o medianamente interesante.

UNA TRAMA DISPARATADA de principio a fin, sin otros asideros que las fantasías de los propios jugadores atrapados en una dinámica diabólica y deseosos de salir de ella por vías de la redención y el amor, difícilmente puede sostener el interés de espectadores con derecho a exigir más del género y sus relecturas.

UNA POSIBLE FUENTE de inspiración de Jorge Olguín pudo haber sido la magnífica cinta de la estadunidense Kathryn Bigelow, Cuando cae la oscuridad (Near Dark, 1987), con su alucinante mezcla de cine negro, western y relato de vampiros, con su metáfora de la diseminación de un contagio incontenible, y su romanticismo transgresor, renuente a las clasificaciones. En lugar de exigirse un mayor rigor narrativo y un manejo realmente malicioso del horror, el director chileno prefiere solazarse en las poses hieráticas, solemnes, presuntamente cargadas de emotividad, de sus personajes acartonados, echando así por tierra las posibilidades humorísticas vislumbradas, su propio virtuosismo formal, en aras todo de una revisión del género tan insustancial como reiterativa.

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