Usted está aquí: viernes 28 de julio de 2006 Opinión De guerra y pulsión de muerte

José Cueli

De guerra y pulsión de muerte

En el Diccionario de Psicoanálisis, de Laplanche y Pontalis, encontramos la siguiente definición de las pulsiones de muerte: ''Dentro de la última teoría freudiana de las pulsiones (las de muerte) designan una categoría fundamental de pulsiones que se contraponen a las pulsiones de vida y que tienden a la reducción completa de las tensiones, es decir, a devolver al ser vivo al estado inorgánico''.

Las pulsiones de muerte se dirigen primeramente hacia el interior y tienden a la autodestrucción; secundariamente se orientan hacia el exterior, manifestándose, entonces, en forma de pulsión agresiva o destructiva.

Este concepto fue introducido por Freud en su texto Más allá del principio del placer (1920), y permaneció fiel a este concepto hasta el final de su vida, en 1939.

Dicha teorización ha sido motivo de controversias, inclusive dentro del propio ámbito sicoanalítico. En un mundo cada vez más vacuo, la tendencia negadora y la edulcoración de los conceptos resulta intolerable para muchos, que se niegan a aceptar el mencionado concepto freudiano, a pesar de las múltiples evidencias cotidianas, no sólo en la clínica sicoanalítica, sino en el mundo en general.

Después de la Segunda Guerra Mundial se habló del hombre nuevo que surgiría de los escombros, porque había aprendido de lo sufrido y sería capaz de renovarse y apostar por la paz. Freud siempre se mostró escéptico frente a estas esperanzas y el tiempo, y los posteriores conflictos bélicos le han dado la razón. No hay hombre nuevo. Lo que existe es la compulsión a la repetición y, tras ella, agazapada y silenciosa, la pulsión de muerte.

El siglo XX fue una verdadera bofetada para la paz, un siglo vergonzoso y catastrófico, y lo poco que llevamos del XXI no resulta menos preocupante. No avanzamos sino que retrocedemos. Primero Afganistán, después el desastre inacabable de Irak y ahora, ¡el colmo!, la barbarie que representa la guerra entre Israel y Líbano.

Misiles van y vienen y, mientras tanto, como de costumbre, los que mueren son los inocentes, la población civil que vive con terror una situación dantesca, totalmente injusta y más cercana al averno que a lo que se esperaría de un mundo supuestamente civilizado. La pulsión de muerte campea a sus anchas en Medio Oriente.

Resulta consternador y terriblemente deprimente observar las escenas en los hospitales de mujeres y niños heridos, mutilados, presos de pánico. Rostros que muestran terror, dolor, desolación y unas heridas, tanto físicas como emocionales, que marcarán el resto de sus vidas.

Mueren, sufren y padecen sin justificación alguna. Lo que quedará en sus corazones será el horror y el odio, que no hacen sino engendrar más violencia. Resultará imposible elaborar situaciones traumáticas de tal magnitud. Vidas segadas y con marcas indelebles en el cuerpo y en el alma.

Cabe aquí mencionar a Levinas, cuando dice que la muerte del otro nos atañe, nos toca directamente, es también nuestra propia muerte.

Lo que sorprende, desconcierta y enfada es la falta de respuesta de la comunidad internacional para detener semejante matanza.

Aunque ciertamente no debería de sorprendernos, pues sabemos que preferirán cerrar los ojos para que sus propios intereses, fundamentalmente de índole económica, no se vean afectados.

Las imágenes son desgarradoras. ¿Cuál sería nuestra reacción si uno de esos niños mutilados fuera hijo nuestro? Clamaríamos por justicia, nos llenaríamos de rabia e impotencia.

Pongámonos en los zapatos del otro. En consecuencia, alcemos la voz y pidamos justicia para impedir muertes totalmente injustificadas. Ninguna muerte de un semejante se justifica.

 
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