Usted está aquí: lunes 17 de julio de 2006 Opinión El país invisible

Editorial

El país invisible

Por lo menos uno de cada 100 mexicanos acudió ayer a las calles del primer cuadro del Distrito Federal para expresar su enojo por una elección presidencial que merece ser llamada, en el mejor de los casos, irregular, y que ha generado sospechas en un número de personas mucho mayor al que se dio cita ayer en el Zócalo capitalino, insuficiente para albergarlas, y en sus alrededores.

Hay profundo descontento por la descarada intromisión del gobierno foxista y de sectores empresariales en la pasada campaña, las manifiestas inconsistencias e incoherencias en el conteo de los sufragios, las injustificables torpezas de los consejeros del Instituto Federal Electoral (IFE) y el empeño del poder en recetar a la sociedad hechos supuestamente consumados ­como el "triunfo" de Felipe Calderón Hinojosa­ antes de que se califiquen los comicios. El malestar cunde en diversas regiones del país, en sus distintas clases sociales, en sus gremios diversos, en sus sectores productivos, en sus culturas diferentes, en sus afiliaciones ideológicas y políticas contrastadas.

Así se evidenció ayer en la asamblea informativa convocada por el candidato de la coalición Por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador, que se transformó en una manifestación política sin precedentes. La concentración puso de relieve también cuánto ha cambiado la sociedad mexicana en las pasadas dos décadas: fue un encuentro multitudinario pero ordenado, resuelto pero pacífico, opositor pero sin miedo. En este reconocimiento caben todos: no hubo provocaciones de los seguidores de Felipe Calderón ni agresiones de los lopezobradoristas. Ni un solo acto de vandalismo ni un brote de violencia se reportaron en el centro de la ciudad, donde muchos comercios permanecieron abiertos.

Tal vez sea un dato menor, pero destaca un hecho fundamental: los manifestantes no son vándalos ni revoltosos, sino ciudadanos que ejercen sus derechos políticos. Ese detalle ha de ser cotejado con una de las consignas del discurso oficial ­en el que confluyen voceros gubernamentales, cúpulas de la iniciativa privada, dirigentes del partido aún en el poder y medios informativos convertidos en aparatos de propaganda del continuismo­, que pretende contraponer la democracia a las calles, los votos a las marchas y la legalidad a la disidencia, como si las manifestaciones fueran antidemocráticas, como si los derechos civiles no incluyeran la libre expresión y asociación, como si fuera ilícita la oposición política.

Sin embargo, también pudo verse lo poco que han cambiado los usos oligárquicos del poder mediático, especialmente la televisión y la radio concesionadas. Las empresas que hace dos años bombardearon a sus audiencias con la marcha contra la delincuencia minimizaron un acto cívico tan trascendente por dimensiones y propósitos como la asamblea informativa de López Obrador, en la que se expresó, en forma cívica, legal y pacífica, una enorme porción de la sociedad, ante la cual el poder ­financiero, político y mediático­ pone en práctica la receta clásica del salinismo: "ni los veo ni los oigo".

Se agrava, de esa forma, una fractura nacional que nada tiene que ver con la confrontación entre panistas y perredistas, entre derecha e izquierda, entre ricos y pobres, entre el norte y el sur territoriales, sino entre el México oficial y el México real: entre la representación visual, auditiva, noticiosa, discursiva y narrativa del país impulsada por el conglomerado de quienes detentan el control de las instituciones y las concesiones públicas, por un lado, y la nación de los defraudados y los marginados, por el otro, que está más allá de candidaturas, procesos electorales y filiaciones partidistas, e incluye a la gran mayoría de mexicanos.

En la hora actual el enorme avance civilizatorio de la sociedad contrasta con el retroceso manifiesto de los medios electrónicos concesionados, que han pasado de la sumisión a la incorporación plena ­mediante la ley Televisa­ al poder público. Esa ciudadanía evolucionada merece disponer de medios públicos ­medios de Estado, para adecuar la frase de moda: "políticas de Estado"­ que satisfagan las necesidades informativas de la sociedad; sin embargo, se enfrenta a todo lo contrario: consorcios privados que se alían a las necesidades propagandísticas gubernamentales y que, en ese afán, hacen invisible vastas porciones del país como las que ayer se dieron cita en Zócalo de la ciudad de México.

 
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