Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 18 de junio de 2006 Num: 589


Portada
Bazar de asombros
La memoria del horror
SIMONE DE BEAUVOIR
La representación prohibida
JEAN-LUC NANCY
Alemania: antes y
después de Shoah

STEFAN GANDLER
Sobre Shoah
Struthof, entre la
memoria y el olvido

EVGEN BAVCAR
El presente y lo inmemorial
CLAUDE LANZMANN
Buenos Aires: recuperar
la tertulia

ALEJANDRO MICHELENA
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUIA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

El viaje Real
LUIS TOVAR

(h)ojeadas:
Reseña de Mayra Inzunza sobre La posibilidad de una isla


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VERÓNICA MURGUÍA

EL DOBLE

En el hermoso cuento "Veinticinco de agosto, 1983" contenido en el libro La memoria de Shakespeare, el escritor Jorge Luis Borges describió un encuentro consigo mismo en un pequeño hotel de Adrogué. En el cuento, Borges entra en el hotel y ve, con asombro, que en libro de registro ya está su firma. El encargado le pide disculpas, porque lo confundió con el otro: "Disculpe, señor, el otro se le parece, tanto, pero usted es más joven."

Al subir a la habitación, Borges se encuentra con un anciano que es él mismo. El otro tiene ochenta y cuatro años, el Borges que narra cuenta con sesenta y uno. Lo que sigue, en forma de un diálogo en el que se enfrentan, no sin acritud, los dos Borges, es un formidable análisis de la escritura borgesiana, de aquello que impulsa al escritor y las íntimas derrotas ante el trabajo literario. Se le suman, además, una enumeración fabulosa de las posibilidades insospechadas que la vida nos ofrece a todos —sorpresas, sinsabores—, pues el Borges viejo no duda en informar al narrador sobre lo que le espera.

Uno de los aspectos más memorables de este cuento asombroso es cómo Borges se ve a sí mismo: la voz "ingrata y sin matices", el tono "dogmático, sin duda el que uso en mis clases". En algún momento el narrador le dice al Borges viejo: "Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía." No se tocan, porque al narrador le da miedo que las manos se confundan.

Me resulta muy agradable que el Borges más joven no se arredre ante los cambios físicos del Borges viejo: le duelen la melancolía y el fastidio, pero no el deterioro, aunque el otro lo describe como la "humillación de la vejez". La trama del cuento "Las milesias", del delicioso escritor francés Marcel Schowb, está sostenida en el miedo a la desaparición de la belleza. Las jóvenes de Mileto prefieren morir jóvenes al ver lo que les espera al final de la vida. A veces me pregunto si estos dos cuentos no reflejan la situación de los dos géneros y cuánto más pesada es la carga de la disminución física para las mujeres que para los hombres.

Luego, en El libro de arena, Borges describe, en el cuento "El otro", un encuentro semejante con un doble más joven. En este caso el narrador tiene setenta años, nueve años más que el Borges que se encuentra consigo mismo viejo. El Borges joven tiene menos de veinte años. Interroga al viejo sobre su futuro: no le importa la fama, ni el éxito, sino la escritura. Discuten sobre un libro de poemas comprometidos; el Borges viejo le advierte que en su vejez no creerá en las revoluciones. Suelta una parrafada un poco antipática en la que resuena, por lo menos para mí, esta malhadada profecía: "América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio." Ojalá se hubiera quedado trabada, pienso yo, porque ha devenido en un imperio asqueroso.

El Borges viejo dice al joven, también, que será ciego, pero que la ceguera gradual no es tan trágica. Intercambian dinero para guardarlo como una señal de que el encuentro no fue un sueño, pero el muchacho rompe el billete que el narrador le da. Tampoco se tocan.

Pienso mucho en estos cuentos, con una fascinación que no cede. La verdad, uno no sabe cómo es: cómo nos ven los otros.

Hace años, cuando se publicó mi primera novela, un amigo me entrevistó para la tele. Casi no me reconocí en esa mujer, quien con los ojos pelones y estrujándose las manos, hablaba atropelladamente del desierto. Sabía que era exagerada, pero tenía la secreta esperanza de haber heredado algo del hieratismo de mi padre. Al verme en el noticiero le pregunté a mi marido: "¿Por qué no me dijiste que estaba haciendo cara de loca?" El pobre me contestó muy extrañado: "Porque esa es tu cara de siempre."

Las fotos informan poco. El video me temo que también. Uno sabe que está siendo observado y posa, aunque no quiera. Por lo menos nos enderezamos y mantenemos una expresión que procuramos sea digna, no la cara de ido o de espantado con la que andamos muchos. Y claro, cuando uno anda en estas reflexiones, sospecha con cierta turbación que tal vez la idea que tiene uno sobre su carácter es tan poco confiable como la que tiene uno sobre su aspecto.

"Conócete a ti mismo" es la máxima apolínea. Lo que el dios, sonriendo oblicuamente, recomendaba a los devotos.

Me temo que si yo me viera en la calle, no me reconocería.