Usted está aquí: sábado 3 de junio de 2006 Opinión Conclusiones de Cannes 2006

Leonardo García Tsao

Conclusiones de Cannes 2006

Ampliar la imagen El director británico Ken Loach muestra la Palma de Oro que recibió por The wind that shakes the barley, acompañado por la actriz francesa Emmanuelle Beart, durante el festival de Cannes Foto: Ap

Según se ha comprobado en los diferentes artículos internacionales sobre el recién concluido festival de Cannes, no fue el chovinismo el que nos llevó a señalar la sobresaliente participación de los cineastas mexicanos. Muchos otros críticos han elogiado las virtudes de Babel, de Alejandro González Iñárritu, así como de El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, y su notable desempeño en una competencia más bien mediocre, con otras escasas excepciones como Iklimler (Climas), del turco Nuri Bilgué Zheylán; Laitakaupungin valot (Luces en el crepúsculo), del finlandés Aki Kaurismäki, y Volver, de Pedro Almodóvar, quien ya debe estar harto de acabar con premios de consolación en Cannes.

Las decisiones de un jurado compuesto en su mayoría por actores no era dignas de mucha confianza, y desde un principio advertí que no servía de mucho hacer pronósticos. La Palma de Oro para The wind that shakes the barley, del británico Ken Loach, respondió a la ya común tendencia de premiar lo políticamente correcto, sumado al habitual sentimentalismo de recompensar a un cineasta de digna trayectoria, quien quizá merecía la Palma por anteriores -y mejores- trabajos. (Mucho más discutible es el Grand Prix, o segundo lugar, para Flandres, de Bruno Dumont, otra película tocante a la guerra, pero en plan abstracto, mediante la pedante misantropía que ya se ha vuelto típica del director).

Al margen de que el premio de mejor director para Babel dé pie al peor tipo de nacionalismos -por ejemplo, un lector nocturno de noticias ya declaró que "González Iñárritu es el mejor director del mundo", como si Cannes fuera el concurso de Miss Universo-, lo curioso es que la película, no obstante su producción estadunidense, ha sido siempre acreditada a un realizador mexicano. (Un corresponsal del semanario Variety inclusive olvidó esa procedencia, y habló del fracaso total del cine hollywoodense en relación a las otras cintas concursantes: Fast food nation, Marie-Antoinette y Southland tales). El mismo certificado de origen se daba con Del Toro, aun cuando el relato fantástico de El laberinto del fauno se sitúa en la España franquista.

También los cineastas mexicanos desconocidos gozaron, en su proporción, de una respuesta positiva. Tanto El violín, de Francisco Vargas, y Drama/Mex, de Gerardo Naranjo, cosecharon críticas elogiosas, invitaciones a otros festivales y, lo más importante, interés para ser distribuidas en el extranjero. No es poca cosa en el espectro demasiado amplio y numeroso que ofrece Cannes en sus varias secciones. El festival cubre la gama que va de la descarada promoción hollywoodense -representada por el estreno de El código Da Vinci y X-Men 3-, a ejercicios en minimalismo nembutal como Hamaca paraguaya, de Paz Encino, o la catalana Honor de caballería, de Albert Serra, que sólo se podrán ver, si acaso, en el circuito de festivales o las salas de arte menos preocupadas por vender boletos. Las cuatro películas mexicanas (o casi) guardan un delicado equilibrio entre el cine de autor y el de valores comerciales. (Aunque Drama/Mex, digamos, no está protagonizada por Brad Pitt, contiene suficientes elementos para que, si se promociona con acierto, resulte atractiva para un público joven.)

En sus dos ediciones anteriores, Cannes ha dado la impresión de que el cine mexicano está pasando por un momento de vigorosa y prolífica producción. Sabemos que no es así. Se trata de esfuerzos aislados -en algunos casos, con financiamiento extranjero- que, por azar, han coincidido en un momento oportuno. Con un cambio gubernamental de por medio, la incógnita es si el próximo año se darán los factores de manera igualmente afortunada para otro año de importante presencia en Cannes. El cine mexicano también parece condenado esporádicamente a desaparecer como si se lo tragara la tierra de los vaivenes sexenales.

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