Usted está aquí: jueves 1 de junio de 2006 Opinión La celosa de sí misma

Margo Glantz

La celosa de sí misma

Con este título, Tirso de Molina compuso una comedia hacia 1621, cuando regresaba a Madrid, su ciudad, después de una larga ausencia, donde, para su sorpresa se encontró con una urbe modernizada y sobre todo con la magnífica Plaza Mayor, ''construida como por ensalmo, durante su ausencia, de orden de Felipe III, por su arquitecto Gómez de Moya, discípulo de Juan de Herrera -herreriana es la fachada posterior de nuestra Catedral- en el brevísimo término de dos años...", explica doña Blanca de los Ríos, autora de la edición crítica que Aguilar dedicó a sus obras completas.

La sorpresa de Tirso al encontrarse con tales cambios hace que uno de sus personajes verbalice su admiración, gracias a lo cual ha sido posible fechar la pieza. Largo preámbulo para elogiar una excelente puesta en escena de Marta Verduzco en el dilapidado teatro Jiménez Rueda, que ha conocido mejores tiempos y donde se representaron en los años 60 del siglo pasado hermosas comedias del teatro de los Siglos de Oro, como La gatomaquia, de Lope de Vega, o Mudarse por mejorarse, de Juan Ruiz de Alarcón, ambas dirigidas por José Luis Ibáñez.

Después de un periodo de seis meses en que los actores y la directora trabajaron gratis y Luz del Amo, diseñadora del magnífico vestuario, tuvo que financiar los trajes para que pudiera hacerse la representación, la obra, ahora en escena los fines de semana, nos hizo olvidar la devastada arquitectura, los asientos desvencijados, cubiertos con tapices de colores desvaídos, los escalones disparejos y los bajos presupuestos con que el Instituto Nacional de Bellas Artes afronta hoy los desafíos de la globalización y los escollos que la Cámara de Senadores ha puesto en su camino.

Por falta de espacio sólo destaco a los actores Antonio Rojas, el galán; a David Verduzco, el gracioso; a Emoé de la Parra, la dueña; la adaptación de Eduardo Contreras, quien prescindió de aquellas alusiones y críticas que Tirso hacía a cosas contemporáneas y que sitúan su comedia en ese terreno ambiguo de la oposición disimulada; el video de Sergio Yazbek complementa hábilmente aspectos de la trama, organiza tramoyas ingeniosas y matiza el suntuoso colorido de las vestimentas.

Los personajes se enredan, en este tipo de comedias iniciadas por Tirso, las de las ''tapadas de medios ojos y de escondite" (recordemos La dama duende, de Calderón). El argumento, maravilloso, se presta al juego en que galanes y damas desvelan las complejas relaciones que rigen el amor y los sinuosos avatares del deseo: Don Melchor, un joven noble y provinciano, llega a Madrid a casarse con Doña Magdalena, dama desconocida, noble y rica, quien por esos accidentes clásicos de la comedia se encuentra justamente en su camino, pero velada, y de la cual sólo se descubre una mano, metáfora del compromiso (''dar la mano") y fragmento del cuerpo del cual -la sinécdoque-, se toma la parte por el todo, desembozando de esta forma la fatal costumbre de concertar matrimonios entre los padres sin tomar en cuenta a los futuros desposados, al tiempo que visita las figuras retóricas que corporifican las expresiones acuñadas manejadas al pie de la letra.

Enamorado locamente de una mano entrevista, Melchor visita a su futura esposa, cuyo rostro y cuyas manos se le ofrecen libres de veladuras, dejando apenas espacio a la imaginación. Magdalena descubre que su futuro esposo, el joven que ha encontrado en el templo -espacio de la alcahuetería y de los turbios amores- dominado por su deseo, no la reconoce, atraído solamente por una mano que cercena de su cuerpo. El deseo dibuja solamente un cuerpo mutilado, reconstruido por él a la medida de su deseo. La dama organiza un teatro dentro del teatro para burlar los rígidos esquemas internalizados, donde amor y honor conspiran para complicar los encuentros.

A continuación, la dama deja ver solamente un ojo -castaño oscuro- y lo seduce con movimientos sensuales de la mano; la pasión crece y se complica gracias a la intervención de otra dama, quien pone en marcha uno más de los esquemas recurrentes: los dibujados por la rivalidad y los celos. Melchor oscila entre un par de ojos -uno turquesa, el otro castaño- y seducido por dos manos derechas, las de dos damas que se alternan para tomar agua bendita y esbozar los devaneos de una corporeidad fragmentada. Magdalena, como las damas de la comedia, censuradas por sus autores como ''flacas y veleidosas", demuestra que, sólo ella, por su inteligente estrategia es capaz de ganar la partida.

 
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