Usted está aquí: jueves 1 de junio de 2006 Opinión Antes del debate

Adolfo Sánchez Rebolledo

Antes del debate

Hace apenas unas semanas, la derecha tenía el ánimo por las nubes. La mayoría de las encuestas confirmaban que al fin Calderón había superado a López Obrador gracias a la llamada guerra sucia y, desde luego, a los errores cometidos por el exceso de confianza de su principal adversario. Ahora, las cosas han vuelto a su cauce normal, si cabe la expresión. López Obrador sigue siendo el candidato a vencer, al que se dedican páginas y páginas de críticas y buena parte de los cuchicheos y rumores esparcidos por la derecha, pero el contenido de la sucesión no cambia. A querer o no, se trata de elegir entre izquierda y derecha, es decir, entre dos grandes polos que admiten, desde luego, variantes y matices en su composición. Esa es la característica de este proceso electoral, la razón que en parte explica la polarización que hoy se vive en la sociedad mexicana. Si en 2000 se trataba, según la consigna reductora del foxismo, de "sacar al PRI de Los Pinos", ahora se trata de confirmar el camino de la alternancia, asegurando que una fuerza distinta a las que ya gobernaron el país acceda al cuarto de mando de la República con el propósito de rectificar el rumbo y lograr las reformas económicas, sociales y culturales que a la derecha definitivamente no le interesan. Se trataría, pues, de establecer nuevas prioridades en consonancia con el país real que se rompe por las costuras, pero tomando en cuenta el mundo global que condiciona el curso de los procesos internos nacionales.

Un cambio así exige reunir una fuerza muy superior a la que puede aportar por sí misma "la izquierda" partidista o social, pues se necesita ganar las elecciones atendiendo rigurosamente las reglas del juego democrático, superando la fragmentación "a tercios" del voto y el abstencionismo que favorece las inercias del poder. Un triunfo de López Obrador sería impensable sin atraer a quienes tradicionalmente se han indentificado con otros partidos y ahora libremente deciden otorgar su voto a la candidatura que mejor representa sus ideales e intereses actuales. Lo mismo ocurre con la derecha, y no es casual que varios priístas distinguidos se identifiquen con las posiciones de Calderón, habida cuenta, que se trata exactamente del mismo programa que ellos defendieron estando en el gobierno. En ese sentido, no extraña que Manuel Barttlet, por ejemplo, pida el voto útil de los priístas para Andrés Manuel, pues la historia de su actuación en el Senado confirma que en todos los asuntos importantes, como la reforma al Seguro Social, la ley de radio y televisión y varios otros temas, se ha manifestado en contra de las políticas oficiales compartidas por la mayoría de su partido. No han pedido, por supuesto, nada más: son militantes priístas que tratan a su vez de impedir que la posible derrota electoral de Madrazo los confine al tercer puesto y a una segura declinación política. Dato curioso: los mismos críticos inclinados a la derecha que ayer atacaban a López Obrador por su demasiado radicalismo hoy se escandalizan por el apoyo de algunos priístas y salen en defensa de la pureza de la izquierda, como si alguna vez ésta les hubiera merecido el más mínimo respeto.

Sin embargo, este trasiego de ideas y personas indica, en rigor, que un nuevo régimen de partidos es cada vez más necesario, toda vez que el actual fue creado para una época muy distinta, cuando había un partido hegemónico que dominaba la escena y los demás se limitaban a disputar los márgenes de la representación. Eso ya no existe, pero los partidos siguen a la zaga de los cambios democráticos, colgados de las prerrogativas que la ley les concede, aprovechando para sí el registro que favorece una suerte de oligopolio electoral que en los hechos niega la pluralidad, la emergencia de nuevas organismos, capaces de representar a los ciudadanos que hoy, por una u otra razón, rechazan a los actuales partidos. La crisis de los partidos, con mayúsculas, es fácilmente observable en la campañas actuales, donde poco o muy poco cuentan a la hora del debate y la educación política de los ciudadanos.

La instrumentalización mediática de las campañas lleva a la promoción del "candidato" sobre el partido, la exaltación del gesto carismático por encima de las propuestas. Todo se vale para impresionar al público que asiste, pasivo, al juego de ingenio de los publicistas. En una palabra, la competencia tiende a agringarse, creando la ilusión de que no hacen falta "partidos", sino simples maquinarias electorales aceitadas con enormes recursos que aquí provienen del Estado. Pero no es ésa la tarea encomendada por la Constitución a los partidos, considerados en su texto como entidades de "interés público", con una clara responsabilidad por la cultura democrática de los ciudadadanos y no como meros compinches en el reparto del botín electoral.

Falta poco para el último debate de los candidatos antes de las elecciones. Muchos creen que será decisivo, pero no apuestan a lo que éstos digan o dejen de decir en el foro, sino a lo que ocurra con el "posdebate", es decir, en la campaña de medios que se orquesta para machacar a la ciudadanía con una propaganda prefabricada. Pienso que yerran. A estas alturas, la gente ya sabe quién es quién y no espera un concurso de oratoria para decidir su voto. Izquierda o derecha, aunque a algunos les moleste tal disyuntiva. Salud.

 
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