La violencia de Estado contra las mujeres
La violación de las mujeres detenidas en Atenco es de lo más normal, al menos históricamente. Los policías siguieron los mismos patrones que durante siglos han perpetrado los cuerpos militares y policiacos: no importa si las mujeres irrumpen en el espacio público o se encuentran en sus hogares, deben ser violadas porque son el botín de guerra. Por eso, por su normalidad, ni el gobernador Enrique Peña Nieto; ni Wilfrido Robledo, comisionado de la policía del estado de México; ni Miguel Angel Yunes, son capaces de reconocer que la violencia sexual perpetrada contra las mujeres detenidas durante la manifestación es cierta, pero sobre todo que es un delito. Por eso ignoran el trauma sicoemocional implícito en la tortura sexual de estas mujeres, en su mayoría jóvenes estudiantes.
Durante siglos los códigos masculinos de guerra y control policiaco siguen reglas muy claras: no importa que ya se haya sometido a un pueblo bajo la dictadura -como en Argentina, Chile o la antigua Yugoslavia-: la prueba de que el pueblo ha sido controlado es la colonización del cuerpo de las mujeres, y cuando ellas son activistas políticas o defensoras de derechos humanos, es decir, cuando cuestionan el mundo del poder, el castigo es justificado y alentado por los códigos de poder masculino a través del abuso sexual, el sometimiento violatorio con objetos como armas, fusiles o palos, como en Serbia, en Palestina, en los campamentos nazis, o en las cárceles argentinas y mexicanas. Para comprenderlo tal vez baste ver las torturas a los soldados iraquíes: más allá de las golpizas la última de las humillaciones fue la violación anal, con órganos sexuales u objetos. Invadir el cuerpo es símbolo de controlar la voluntad.
En esta tortura y violación a los derechos humanos por parte de las autoridades están implicados como cómplices intelectuales el presidente Vicente Fox, el Poder Legislativo, el secretario de Seguridad Pública federal y, por supuesto, el gobernador Peña Nieto y sus cuerpos policiacos. Lo aseguro porque Vicente Fox ha sido el presidente mexicano que más tratados, convenios y protocolos internacionales relacionados con derechos humanos y violencia contra las mujeres ha signado en la historia de México. Está, por ejemplo, el Protocolo de Estambul, cuyo propósito es proteger a las y los detenidos de torturas físicas y sicológicas, y por supuesto de torturas sexuales. Estos protocolos, como el Estatuto de Roma, son convenios civilizatorios creados para que los países se comprometan públicamente en la arena internacional y poco a poco mejoren el bienestar y la calidad de vida de su población mediante mejores prácticas judiciales. Pero para que estos tratados funcionen se necesita elaborar reformas penales aterrizadas en el derecho mexicano. La trampa perversa está en que para aterrizar el Protocolo de Estambul, el gobierno foxista puso como especialistas a militares y a expertos en seguridad pública, que piensan tan parecido a los policías violadores y a Peña Nieto que no ven más allá de sus narices, y en el fondo creen en la tortura como una buena forma de control social. Por eso crearon mecanismos que debilitan este protocolo y otros, como el de la Convención de Eliminación de todas las Formas de Violencia Contra las Mujeres (CEDAW). Baste ver el vergonzoso papel que para su aplicación hizo Patricia Olamendi, desde la Secretaría de Relaciones Exteriores, con mucho escándalo y recursos y ningún resultado para las mujeres víctimas de violencia de Estado.
La esquizofrenia del sexenio foxista, y sus resultados, se hace cada vez más evidente en la medida en que las violaciones a los derechos humanos de la población no sólo se muestran incontrolables, sino siempre hallan justificación política en la cultura de represión e impunidad, que desde el poder desprecia los derechos humanos de quienes ya no le son políticamente útiles. ¿Dónde quedó el apasionado discurso de los derechos de las mujeres en voz de Fox? ¿Dónde está la señora Sahagún abanderando a las jóvenes violadas? No, la defensa de los derechos de las mujeres nunca aterrizó en políticas de Estado palpables, porque no es resultado de la congruencia, sino del oportunismo político de todos los partidos.
Las violaciones sexuales perpetradas durante seis horas en el traslado en camión (viaje que debió durar dos horas) pusieron a las víctimas en un total estado de indefensión. Durante y luego de la tortura, una víctima pasa por sentimientos de temor y pánico, ansiedad y dolor físico. Lo último que desea es que un desconocido -como un médico legista de la prisión- revise sus genitales, la toque y la lastime. La revictimización de las víctimas de violencia sexual está suficientemente documentada, y por ello las agencias especializadas de delitos sexuales que existen en México desde hace años saben del trauma secundario y del síndrome de estrés postraumático que paraliza a las víctimas y las sume en un terror de ser revictimizadas por sus captores y aliados, como pueden ser los agentes del Ministerio Público.
En el caso de las detenidas de Atenco, el trauma se hace más evidente porque aún están bajo la vigilancia de sus violadores, quienes tienen sus datos personales. Cualquiera que haya pasado por esas humillaciones será incapaz de inventar una violación sexual.
La crueldad e ironía con las que responde a las declaraciones de las mujeres violadas el comisionado Wilfrido Robledo es idéntica a las burlas de Milosevic sobre los campamentos de mujeres violadas en Sarajevo, de Pinochet sobre las mujeres torturadas en las cárceles, e igual a los comentarios burlones y sexistas de Patricio Martínez en Ciudad Juárez, de Villanueva en Quintana Roo, de Miguel Angel Yunes en el caso Succar, de Mario Marín y la procuradora de Puebla, o del muñequito Peña Nieto, quien invita con voz suave a olvidar el pasado y pensar que el fin justifica los medios.
Las torturas y violaciones a las mujeres de Atenco son producto de una misoginia estructural; los policías sometieron a las mujeres en un festín, siguiendo un tradicional código de ensañamiento y sadismo policiaco común en México, que justifican de propia voz hombres como Kamel Nacif o Federico Arreola con un "para que ellas aprendan", o un "así somos los hombres". Estas torturas sexuales deben ser investigadas hasta sus últimas consecuencias. Llamar a las mujeres mentirosas es violencia de Estado, es complicidad.
El ejercicio de poder en México por hombres de todos los partidos políticos se ha caracterizado por un evidente sexismo y un sistemático rechazo de las autoridades a reconocer el derecho de las víctimas.
Hablar de los derechos de las mujeres aporta votos, es políticamente correcto, pero aplicarlos implica compromisos éticos que muchos no están dispuestos a asumir. Por ello miles de mexicanas y mexicanos exigimos a las autoridades responder y proteger a las víctimas de tortura sexual en Atenco, y al gobernador Peña Nieto ofrecer disculpas a las víctimas y asegurarles protección para que sean escuchadas y se juzgue a los policías por los delitos de violación y violación equiparada; están las actas circunstanciadas con suficientes elementos para la investigación, que después de todo se persigue de oficio en el estado de México. No es la justicia ni las leyes, sino la misoginia de los servidores públicos, lo que está castigando nuevamente a las mujeres de Atenco, primero por estar en una manifestación pública, luego por ser mujeres y decir la verdad.