La Jornada Semanal,   domingo 7 de mayo   de 2006        núm. 583
   A LÁPIZ   

Enrique López Aguilar
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SIGNOS URBANOS (I DE II)

Alguno de los enunciados aparentemente obvios de la teoría del caos afirma que, a simple vista, existen sistemas ordenados y desordenados. En el caso de los "desordenados", basta con subir o bajar en los niveles de su estructura y, de inmediato, todo revela un orden. De acuerdo con esto, la percepción del caos no viene a ser sino cuestión de puntos de vista. ¿Qué decir de una Ciudad de México, enorme, gris, monstruosa? Muchos viajeros remilgosos la detestan por parecerles ilegible; otros, la convierten en recurrencia y amor inocultable… Lo mismo puede decirse respecto de sus habitantes, pues los hay resignados, en situación de vecindad con quienes están enamorados de ella, quizá porque algunos se instalan en niveles desde los que no pueden percibir sino orden, o desorden. ¿O será que en una ciudad desmesurada como ésta es posible que convivan el signo y el garabato, la belleza y la fealdad? Así ha de ser, pues Ciudad de México no ha dejado de ser un tazón de inmigrantes donde muchos, que la odian y la temen, emigran a ella buscando la quimera del oro: pocos chilangos de cepa pueden contar, desde las ramas paterna y materna, tres generaciones consecutivas de nacidos en la ciudad (esos serían, tal vez, los chilangos de "prosapia"). También será por eso que un poeta como Efraín Huerta pudo componer, en amoroso fuego todo ardiendo, una "Declaración de odio a la Ciudad de México."

Esta es, también, una ciudad de paradojas: muchos se quejan del ruido, pero ponen música a todo volumen, a cualquier hora del día, para "compartirla" con los vecinos de la manzana y del tránsito; los nacos de la clase "alta" se quejan de los nacos de la clase "baja" y viceversa, y entre todos se hacen chingaderas para chingar a los pinches nacos (que son todos); el peatón que exige respeto al automovilista es el mismo que cruza corriendo el Periférico o cruza las avenidas por debajo de los puentes peatonales (los perros callejeros son los únicos que saben usar esos puentes); el automovilista que se queja del desorden en el tránsito es el mismo que no deja pasar al otro, no sea que le vaya a ceder medio metro de ventaja en una competencia con permanente cambio de competidor. O tempora, o mores!, exclamaría un Cicerón que leyera crónicas pesimistas de Ciudad de México, pues no sabría si está leyendo una de Roma en el siglo i, o de Ciudad de México en el siglo xxi: et in Arcadia ego!

Y entre el barullo, en efecto, pueden hallarse Arcadias en Ciudad de México que, de manera reconfortante, se anclan como signos en medio del garabato (hasta que algún mercader de la inversión bursátil derruya el remanso, pues toda casa antigua es prospecto de condominio, y todo parque, una tentación para inventar una avenida). Quiero recordar aquí el Refectorio de la Capilla, en la frontera donde Coyoacán está a punto de salirse hacia Río Churubusco y el cruce con avenida Cuauhtémoc, en la calle de Madrid. Casi es imposible describir los muchos paseos que se pueden hacer por ese antiguo pueblo del sur, si bien ahora resulta un lugar demasiado socorrido para el turismo urbano. Muchos van a las quecas de la Calle de la Higuera, olvidándose de las tostadas del mercado; otros eligen La Guadalupana para evitar los helados de Siberia; yo prefiero invocar ese pequeño espacio inventado por Salvador Novo, junto a un teatrino, cuando llegar a Coyoacán suponía el pequeño viaje a un pueblo cercano, en automóvil o en el tranvía que llegaba hasta Xochimilco y Tlalpan.

Como en el restaurante Bremen, en Holbein e Insurgentes, como en La invención de Morel, de Bioy, el tiempo se detuvo en el Refectorio de la Capilla. La carta es breve e invariable y se mantiene la certeza de que Novo fue el inventor del filete a la pimienta, servido bajo la divisa de que lo bueno no saquea el bolsillo del comensal. Las mesas son pocas y cercanas, como en La cena, de Scola; dos meseros, bajo el mando del señor Luna, y un cocinero de ochenta y seis años, ofrecen un servicio familiar; la entrada de siempre —cortesía de la casa—, una quesadilla de chicharrón en salsa roja, hace salivar a los conocedores. ¿Qué ocurre ahí, donde una hora antes de cerrar, ya no se aceptan clientes y no importa el clientelismo? Que entre la música del jazz cincuentero, la ambientación no menos ídem y sabores irrefutables, uno conversó con todos los afectos reunidos, en la memoria y el presente, bajo los buenos auspicios de Salvador Novo, el gastrónomo: increíblemente, ahí se puede comer y platicar lejos del mundanal ruido.