La Jornada Semanal,   domingo 30 de abril  de 2006        núm. 582

El caos de la razón: Stanislaw Lem

Alberto Chimal

Aun esta época, en la que toda la literatura parece tender a convertirse en una mercancía más —como las cajas de zapatos, los chismes que vuelven famosa a la gente famosa o el culto del agua con etiquetas—, habrá quien cuestione cualquier elogio de un autor al que se haya marcado como creador de libros "poco serios", "de entretenimiento", "de masas". No es de extrañar: en semejantes juicios, el talento literario no cuenta en absoluto, porque las marcas de los prejuicios no conocen excepciones. Cuando mucho, a los autores así señalados se les perdonará si sus libros efectivamente son lo que se espera de ellos: si se venden mucho y son de lectura suave, calmosa y llena de "contenidos" inspiradores.

Esta actitud, desde luego, impedirá apreciar los logros de Stanislaw Lem (1921-2006), uno de los dos o tres genios verdaderos entre los escritores de "ciencia ficción" y, por lo demás, uno de los autores más interesantes y lúcidos del siglo xx, aunque sus novelas y colecciones de cuentos estén pobladas (muchas veces) por robots, naves y astronautas, mundos extraños y vislumbres del futuro.

Lem es conocido, fuera de su Polonia natal, principalmente por la segunda de las dos versiones fílmicas que se han hecho de su novela Solaris (1961); la cinta es de 2002, fue dirigida por Steven Soderbergh y es una historia de amor insustancial aunque bellamente filmada. Quien pasa de ella (o aun de la primera adaptación, hecha por Andrei Tarkovsky) al libro siempre experimenta la misma sorpresa: si bien los elementos fundamentales de la trama son los mismos, el texto de Lem trata de algo distinto.

Todo comienza con el descubrimiento y el estudio prolongado, infructuoso, de una inteligencia no humana: el mar que cubre un planeta lejano, y que se manifiesta ante los hombres que lo visitan de maneras inexplicables. La "ciencia ficción" —las narraciones especulativas que fueron llamadas así en Estados Unidos en las primeras décadas del xx— tiene, según su definición original, un sentido triunfalista: en ella, el ser humano (y en especial el blanco, anglosajón y protestante) usa la ciencia, la razón y la técnica para domeñar al universo entero y continuar hasta el infinito la avanzada del progreso. En cambio, Solaris, a pesar de incluir elementos de ese tipo de narraciones, es todo lo contrario: el mar viviente engendra por igual formas geométricas en su cuerpo líquido y —literalmente— cuerpos humanos: actores de las fantasías ocultas o los recuerdos vergonzosos de quien lo observa, y jamás es posible aprehender el sentido último de estas acciones. El conocimiento y la inteligencia humanos hallan una derrota y un límite en el enfrentamiento con esta conciencia que no pasa por el lenguaje, que no tiene ninguna utilidad, contra la que no se puede pelear (para disgusto de todos los partidarios de guerras galácticas y tonterías semejantes) y a cuyo alrededor dan vueltas, sin penetrarla nunca, todos los temores, ambiciones y mezquindades de nuestra especie.

La misma actitud escéptica, desencantada, está presente en toda la obra de Stanislaw Lem, quien en más de una ocasión criticó duramente a la Sci-Fi estadunidense por su falta abismal —salvo excepciones como la de Philip K. Dick, a quien Lem siempre admiró— de la menor calidad literaria. Al contrario de sus "colegas", casi siempre redactores uncidos a las ideas y la moral dominantes, el escritor polaco se embarcó en la escritura de historias especulativas a partir, siempre, de la reflexión sobre la ciencia misma, sobre el sentido de sus búsquedas y de la forma en la que sus hallazgos, por igual alentadores y espantosos, han terminado por dar forma a nuestra percepción del mundo, de la historia y de nuestro propio pensamiento. Y no sólo se detuvo, como en Solaris —o en novelas como La investigación (1976) o Congreso de futurología (1973)— en los errores o las atrocidades del conocimiento. Además, los cauces de la misma escritura, de la tradición y sus fracturas como huellas del pensamiento, llamaron su atención en libros muy diversos: Un vacío perfecto (1971), conjunto de reseñas de libros inexistentes, sigue la estela de Borges pero une sus juegos literarios con reflexiones puntuales sobre la forma en la que la razón percibe, o engendra, el orden de las cosas; Fábulas de robots (1965) hace justamente lo que indica su título y recrea mitos ancestrales, a los que dota de protagonistas mecánicos.

En toda su obra, además, Lem demostró una cualidad inusitada: una capacidad genial para la invención verbal y los juegos de palabras, que en español hemos podido leer gracias a excelentes traductoras como Jadwiga Maurizio y Agnieszka Kawecka. Hay que recordar los compoteros, a la vez ordenadores y fabricantes de mermelada; los fatamorganas, animales extraterrestres que atraen a los hombres con bares ilusorios; el pajarolezna, ave mecánica del inventor que marcaba sus átomos con un sello en forma de corazón.

Stanislaw Lem nació en Lwow, una ciudad que entonces era parte de Polonia (ahora lo es de Ucrania). Murió en Cracovia, luego de una enfermedad prolongada, el 27 de marzo, y la incomprensión de que ha sido víctima su trabajo puede ceder el paso, con el tiempo, a la conciencia de que sus obras son, a la vez, el equivalente contemporáneo de la risa de Rabelais, o de las reflexiones satíricas de Voltaire: una mirada lúcida a los males de nuestra especie y a las trampas innumerables de la conciencia.