La Jornada Semanal,   domingo 30 de abril  de 2006        núm. 582

Y AHORA PASO A RETIRARME

Ana García Bergua

VIDA DE ESTATUA

¿Quién conoce la suerte que corren las estatuas? Muchas han sido derribadas, otras permanecen mudas, visitadas por los pájaros, por los niños tan afectos a montar sobre los leones de los monumentos, a vestir a Juárez con su suéter de la escuela, o bien a ponérselo a Hidalgo de sombrero. Bustos, figuras enteras parecen congeladas, como si esperaran que pasara alguna cosa que las reanime: quizá ese es el sentido de la posteridad, la espera del soplo mágico que vuelva a dar vida a la estatua y le ofrezca de nuevo alguna otra oportunidad de grandeza, siempre relativa. Desde los santos en las iglesias, hasta los próceres en los monumentos y las esculturas en las tumbas, todas parecieran esperar un cierto juicio final. Mientras tanto, las estatuas están ahí, en sus pedestales, sujetas a los caprichos muy diversos de los que estamos vivos y jugamos con ellas como con muñecos. Existe, por ejemplo, un museo de la ropa confeccionada para la efigie de la María Magdalena, en el pueblo de Xico, Veracruz. Todas las vestimentas que le ha mandado hacer tal o cual familia, a lo largo del siglo anterior, cuelgan como en un ropero gigante, y dejan ver ciertos caprichos de la moda que se colaron entre las rendijas de la santidad: vestidos de telas bastante a gogó de los años sesenta, diseños bastante rebuscados y delirantes —todos muy púdicos, eso sí, que no deja de ser santa—, grandes cantidades de terciopelos, sedas, encajes, chorreras y telas recamadas como de cortinajes. Y pensar que la efigie ha debido lucirlos todos, obediente como estatua, es algo que da un poco de vértigo al paseante, quien no deja de aterrarse con las cabelleras que también se le han donado a la santa, las cuales se ven bastante verdaderas y no dejan de recordar al cuento de Maupassant. Pero bueno, en eso de fetiches, mencionar a los eclesiásticos es incluso abusivo y alevoso, pues bien sabemos que aquélla es su debilidad. Y también las estatuas republicanas o de la izquierda tienen lo suyo. La momia, sea de Tutankamon, de Lenin o de Evita, es algo así como el colmo de la estatua. Y lo que se les hace resulta un poco peor, al imaginar que quizá queda algo más en ellas del ilustre momificado.

Existe, sin embargo, una estatua que corre con más suerte que las otras, y no es por santidad. Es una estatua que cuida su propia tumba, por decirlo así, en el cementerio de Père-Lachaise, en París, la del periodista Yvan Salmon, alias Victor Noir.Victor Noir tenía apenas veintidós años cuando murió. Escribía para La Marselleise, un folletín revolucionario que atacaba a Napoleón iii, fundado por el diputado de extrema izquierda Henri Rochefort. La cosa fue que el príncipe Pierre Bonaparte, hijo de Lucien Bonaparte, quien a su vez era sobrino de Napoleón iii, se creyó difamado por un artículo de La Marselleise y retó a duelo al jefe de redacción del impreso, Pascal Grousset. Y aquí empieza la desgracia y la suerte de Victor Noir, quien fue enviado como padrino por este último a arreglar los detalles del duelo. En un momento exaltado de la entrevista con el príncipe, Victor Noir levantó su bastón; el Bonaparte se creyó atacado, le disparó un tiro certero y acabó con la vida del joven periodista. Tras unos funerales multitudinarios, acompañados de revueltas que desembocaron en la caída de Napoleón iii, a lo que quedaba de Victor Noir se le enterró en Neuilly y se le trasladó después al Père-Lachaise. Encima de la tumba yace la estatua de Victor Noir, en la misma postura en que quedó tras el pistoletazo, las ropas desarregladas, el sombrero de copa y el bastón caídos a los lados, una imagen muy romántica en realidad. El escultor se encargó asimismo de realzar su hombría, que permanece en guardia adentro del pantalón (quizá, porque, dicen, se iba a casar en aquellas fechas, como una especie de nota al pie que señalara la vida truncada del joven, o bien como una imagen del bastón levantado contra la prepotencia de la aristocracia), y que, al parecer, se ha convertido, a lo largo de los años, en una suerte de amuleto que las señoras a quienes Dios no bendice con criatura van a acariciar para que se la otorgue Victor. Cosas veredes, Sancho, estatua más querida que esa no se puede imaginar, si se atiene uno a las fotos en las que la parte a la que aludo está más que brillosa y extrañamente negro su derredor: a saber qué más le hará la gente. Qué destino de estatua, más semejante al de un San Antonio que al de un revolucionario. Bien sabemos que todo extremo aspira, en realidad, a la canonización.