La Jornada Semanal,   domingo 23 de abril  de 2006        núm. 581
A LÁPIZ
Enrique López Aguilar
a [email protected]

GARABATOS URBANOS (II DE III)

Dos de los signos de identidad citadinos son el trazo y el nombre de las calles. En el caso de Ciudad de México, a ésta no le ha tocado nunca estar en paz desde la Conquista, pues desde la destrucción de Tenochtitlan, los cambios e inundaciones durante la época colonial, la feroz y anticlerical remodelación juarista, la modernización porfiriana y una breve estabilidad previa al desarrollo estabilizador, no se le ha dejado bueno hueso alguno: del antiguo sistema de tranvías, sólo permanece el tren rápido que va de Taxqueña a Xochimilco; cuando uno mira los trolebuses, lo hace con la nostalgia prematura de quien los sabe condenados a la extinción; las calles y avenidas se expanden, se achican y cambian de sentido; los antiguos potreros, ríos y haciendas lecheras ya parecen leyendas de bisabuelos; y si crónicas como las de Cervantes de Salazar y poemas elogiosos como el de Bernardo de Balbuena ya casi pertenecen al género de la ficción histórica, para entender lo que fue la antigua Ciudad de los Palacios y saber dónde estaba cada cosa, se requiere de un mapa como el emprendido por Rafael Tovar y de Teresa, o las recreaciones colonialistas de González Obregón y Artemio del Valle Arizpe.

La pérdida contemporánea del signo urbano en Ciudad de México y su transformación en garabato se remonta a los sucesivos regímenes priístas que modificaron una de las identidades de ese signo: los antiguos nombres de las calles en los barrios y colonias de mayor tradición, pero el empeño no sólo se quedó en el proyecto capitalino, sino que se extendió a prácticamente todas las poblaciones del país. El modelo fue simple y contundente: hacer cátedras de historia con los pueblos, ciudades y barrios, convirtiéndolos en deambulatorios cívicos y memoria imperecedera de los políticos que dedican a la ciudadanía el tiempo que les queda libre después de cometer sus trapacerías, así como en visión sinóptica de la Historia oficial y la Geografía nacional, con etapas condenadas y períodos predilectos, con héroes y villanos.

El ímpetu civilista despojó a las ciudades de los nombres con que las calles se reconocían hace siglos, sin importar que designaran zonas de oficios (Plateros, Cereros), diferencias con otras (Empedradillo), circunstanciales (de la Machinhuepa), anecdóticas (del Indio Triste), o emotivas (del Amor, en Oaxaca), para imponerles un santoral monótono y reiterativo. Si en muchas ciudades europeas está prohibido repetir los nombres de las calles dentro del mismo universo espacial, el autismo político mexicano no se arredra en multiplicar los nombres de Madero, Hidalgo, Morelos y Juárez en toda población, municipio, delegación y colonia. Buscar en la Guía Roji la calle de Allende (o las de Flores Magón, Zapata…) es tarea propia de los laberintos borgeanos más que de personas buscadoras de la Avenida Juárez antes de prolongarse, insólitamente, en la Madero (el siguiente caso no parece haber ocurrido, pero no es imposible en el azar urbano: que una colonia Juárez, de una delegación Benito Juárez, tuviera un crucero entre una calle Juárez y una diagonal Juárez, antes de algún parque Juárez y después de la segunda cerrada de Juárez, paralela a la Privada Año de Juárez).

La proliferación de lo mismo tiende a llamarse cáncer; la irradiación de éste, desde un punto hacia los demás órganos, metástasis. En el caso metastático de todas las poblaciones del país, el cáncer nominalista produce hastío y desdén. No está mal que un país desee honrar a sus próceres y figuras principales de todos los órdenes, pero, ¿por qué no hacer eso en las calles de las colonias y barrios nuevos para respetar los de la traza antigua y, sobre todo, sin reiteración?

Si los políticos despojan a la Patria de su patrimonio y a los ciudadanos, de sus derechos y peculio, ¿por qué esperar que respeten algo intangible como los nombres de las calles? Beatus ille qui procul negotiis…, dijo Horacio en Épodos 2, 1: dichosos nosotros si pudiéramos regresar a los nombres de nuestras calles, con casi toda la clase política extinguida (cerca de veinte mil personas entre diputados y senadores federales y locales, más secretarios y subsecretarios, jueces de la Suprema Corte y los otros jueces, funcionarios del ife y el inepto presidente de la República más los ineptos gobernadores y dirigentes de partidos: entre el 0.02 y el 0.05 por ciento de la población). Dichosos nosotros si la clase política llegara a ser el borroso recuerdo de una epidemia de parásitos padecida por los bisabuelos y sus ancestros.