La Jornada Semanal,   domingo 16 de abril  de 2006        núm. 580
 

La ejecución
(Capítulo 49 de El caballero de Sainte-Hermine)

Alexandre Dumas

INTRODUCCIÓN

La ejecución, inédito en español, es el capítulo cuarenta y nueve (de ciento diecinueve) de la última novela de Alexandre Dumas: El caballero de Sainte-Hermine, publicada en el verano del año pasado por Phébus —al cuidado de Claude Schopp, máxima autoridad de los estudios dumasianos— en su prestigiada colección "Domaine romanesque". Dejando de lado el novelesco hallazgo del texto, estamos frente a una especie de testamento de Dumas, su última palabra, digamos. La novela inicia en 1801, cuando Napoleón es aún primer cónsul, pero ya prepara el terreno para hacerse de todos los poderes. Hector de Sainte-Hermine, cuya familia es prácticamente triturada por el nuevo régimen —su padre y su hermano menor guillotinados, su hermano mayor, fusilado—, es un noble monárquico, partidario de los Borbones. Tres años de prisión lo transforman, durante su cautiverio estudia, ejercita su cuerpo, medita, pero sale lleno de dudas: "Ignorando cómo y por qué vivimos, cómo y por qué morimos, diciéndome que Dios es un nombre que me sirve para nombrar al que busco; esta palabra, la muerte me la dirá, siempre y cuando la muerte no sea aún más muda que la vida. [...] Creo en un Dios que ha hecho los mundos, que les ha trazado una ruta en el espacio pero que, por eso mismo, no tiene tiempo de ocuparse de la desdicha o la felicidad de dos pobres átomos que reptan en la superficie de este globo." A diferencia de Edmond Dantès, que persigue hasta el final su venganza, Hector de Sainte-Hermine decide consagrarse a luchar por su patria y ya no buscar la muerte del responsable de las de su padre y sus hermanos. Napoleón, una vez destruido el Directorio, es ya emperador y para consolidarse desata una lucha sin cuartel contra todos sus enemigos, a pesar de su número y su peso.

Pero la inquietud más grande no estaba tal vez aún en esta sala, en donde se decidía la suerte de los acusados. Josefina, la señora Murat, la señora Louis, tan fuertemente afectadas por la muerte del duque de Enghien y por el dudoso suicidio de Pichegru, no pensaban sin espanto en una ejecución de veintiún personas, es decir, el número de condenados que recordaba al de los bellos días del Terror.

Una carnicería de veintiún personas en la Plaza de Grève era algo para espantarse de veras. La frase que algún día había escrito Fouché: "El aire está lleno de puñales", seguía siendo una amenaza permanente para Josefina, quien pensaba en los nuevos odios que iban a crear veintiún ejecuciones, y veía sin cesar el puñal de las antiguas y las nuevas venganzas suspendido sobre el pecho de su marido. Fue a ella a quien se dirigieron. Las lágrimas de la señora de Polignac fueron las primeras en caer sobre su abrigo imperial; Josefina corrió al despacho de Bonaparte para hacerle una súplica en favor del joven noble que había de alguna manera ofrecido su cabeza por la de su hermano. Bonaparte rehusó; de nada valieron súplicas y lágrimas.

—¡Pero entonces, sigue usted interesándose por mis enemigos, señora! —dijo con dureza—. Realistas o republicanos, tan incorregibles unos como otros. Si los perdono, empezarán de nuevo y usted se verá obligada a solicitar clemencia para las nuevas víctimas.

Por desgracia, conforme envejecía y quitaba a Bonaparte cada día que transcurría una esperanza de posteridad, Josefina había perdido su influencia; mandó buscar a la señora de Polignac y la puso en el paso de Napoleón, ella se tiró a sus pies dando su nombre y pidiendo gracia para su marido, Armando de Polignac

—¡Armando de Polignac! —exclamó Bonaparte—, ¡mi compañero de infancia en la escuela militar! ¿Segura que fue él quien conspiró contra mí? ¡Ah, señora! —agregó—, son culpables los príncipes que comprometen a sus fieles servidores sin compartir sus peligros.

La señora de Polignac salió de las Tullerías cuando Murat y su mujer entraban para pedir gracia para el señor de Rivière. Murat, de excelente corazón, estaba desconsolado por el papel que de manera involuntaria había jugado, muy a su pesar, en el asunto del duque de Enghien; quería, como había dicho, borrar la mancha que Bonaparte había hecho sobre su traje de soldado. El perdón concedido al señor de Rivière era la consecuencia de aquel concedido al señor de Polignac; fue dado casi sin luchar. Fue el señor Réal quien vino a anunciar al señor de Rivière que gracias a él había sido concedido, pero no dejó de sacar ventaja de ello cuando lo anunció a su beneficiario.

—El Emperador, que aprecia el valor y la fidelidad —le dijo—, le concedería su perdón; más aún, vería con placer que usted entrara al servicio, pues está convencido de que cumpliría su palabra si la diera. ¿Quiere usted un regimiento?

—Estaría feliz y orgulloso de tener bajo mi mando soldados franceses —respondió el señor de Rivière—, pero no puedo aceptar puesto que ya he servido a otra bandera.

—Usted tuvo primero una carrera diplomática. ¿Desea ser ministro de Francia en Alemania?

—Sólo por casualidad fui enviado a nombre de usted y del Rey a algunas cortes de Alemania; yo era su enemigo cuando cumplía esas misiones. ¿Qué pensarían de mí los soberanos viéndome negociar a favor de intereses contrarios a los que he defendido hasta ahora? Perdería su estima y la mía, no puedo aceptar.

—Intégrese entonces a la administración. ¿Quiere una prefectura?

—No soy sino un soldado y sería un mal prefecto.

—Pero entonces, ¿qué quiere?

—Algo muy simple. Estoy condenado, quiero sufrir mi condena.

—Es usted un hombre leal —dijo Réal al retirarse—, si puedo serle útil, llámeme.

Luego mandó llamar a Georges.

—Georges —le dijo—, estoy dispuesto a pedir al Emperador que le perdone; de seguro nos concederá ese perdón y lo hará con una simple promesa de su parte, si usted acepta prometer que ya no conspirará contra el gobierno. Acepte servir en el ejército.

Pero Georges sacudió la cabeza.

—Mis amigos y mis camaradas me han seguido hasta Francia —dijo—, a mi vez, yo los seguiré hasta el cadalso.

Todos los corazones nobles se interesaban en Georges, por ello, después de haber obtenido el perdón para el señor de Rivière, Murat insistió para obtener el de Georges.

—Si Su Majestad concede el perdón a los Polignac y a los otros, ¿por qué —dijo—, no tendría la misma clemencia para Georges? Georges es un hombre de gran carácter y si Su Majestad le concede la vida, yo lo tomo como mi asistente.

—¡Caramba! —respondió Napoleón—, ya lo creo, yo también. Pero este hombre quisiera que yo concediera el perdón a todos sus compañeros; es imposible: hay entre ellos algunos que cometieron asesinatos en plena calle. Por lo demás, haga como le plazca, lo que usted haga estará bien hecho.

Murat, en efecto, entró a la mazmorra en la que Georges estaba encerrado con sus compañeros. Era al día siguiente por la mañana cuando debía llevarse a cabo la ejecución. Los encontró orando, ninguno de ellos volteó cuando él entró. Por su parte, esperó a que terminaran los rezos, luego, dirigiéndose a Georges, al que apartó, le dijo:

—Señor, vengo en nombre del Emperador a ofrecerle un empleo en el ejército.

—Señor —respondió Georges—, ya me fue ofrecido esta mañana y lo rechacé.

—Agregaré a lo que el señor Réal le dijo esta mañana, que el mismo perdón sería concedido a los hombres que lo acompañan y que quisieran ponerse al servicio del Emperador mediante una abjuración sin reserva de sus antiguos principios.

—Entonces, permítame —dijo Georges—, esto no me concierne sólo a mí y debo comunicar sus propuestas a mis camaradas para conocer su opinión.

Y entonces, en voz muy alta, les repitió la oferta que Murat acababa de hacerle en voz baja; luego esperó silencioso y sin tratar de influir a favor o en contra de la propuesta.

Burban fue el primero en levantarse y, quitándose el sombrero, gritó:

—¡Viva el Rey!

Diez voces en el mismo instante cubrieron la suya con la misma aclamación.

Entonces, volviéndose hacia Murat:

—Ve usted, señor —dijo—, no tenemos sino un pensamiento y un grito: "¡Viva el Rey!" Tenga la bondad de transmitirlo a quienes le envían.

Al día siguiente, 25 de junio de 1804, la carreta que conducía a los condenados se detuvo al pie del cadalso.

Por una excepción casi única, en la sangrienta historia de las ejecuciones judiciales, Georges, aunque jefe de esta conjura, fue el primero en ser ejecutado; es cierto que se hizo así a petición suya. Como habían sido hechas varias tentativas de perdón para él, tuvo miedo de que si sobrevivía a sus amigos moribundos, así fuera sólo el tiempo de la penúltima a la última ejecución, sus amigos muriesen con la idea de que se había reservado el último lugar para él con el fin de perdonarlo sin que tuviera que ruborizarse ante las cabezas cortadas de sus compañeros.

Un incidente inesperado prolongó el sangriento espectáculo dado al pueblo. Louis Ducorps, que era el sexto y Lemercier el séptimo, debían preceder a Coster Saint-Victor en el cadalso. El perdón a Coster Saint-Victor estaba prometido, se le esperaba de un momento a otro. Ducorps y Lemercier se sacrificaron y se hicieron llevar ante el gobernador de París diciendo que tenían revelaciones que hacer; durante hora y media lo mantuvieron ocupado con un cúmulo de revelaciones sin ninguna importancia, durante hora y media la cuchilla de la guillotina permaneció levantada. Coster Saint-Victor, el elegante Coster, preguntó si no podía aprovechar el retraso para hacer venir a un barbero: "Puesto que —dijo al verdugo—, vea usted que hay una muchedumbre de mujeres que vienen evidentemente por mí; conozco casi a todas; hace cuatro días que pedí un barbero en la prisión y hace cuatro días que rehusan mi petición: debo de estar horroroso."

Por segunda vez la petición de un barbero fue rechazada al bello gentleman quien pareció desesperado, luego, al fin, Ducorps y Lemercier regresaron, la orden del perdón no había llegado, y la voraz guillotina los devoró a todos hasta el último.

Sonaron las dos en el reloj del Hôtel de Ville; fue esta hora la que marcó el verdadero poderío de Napoleón. En 1799, había superado las resistencias políticas destruyendo al Directorio, en 1802, había superado las resistencias civiles anulando la Asamblea, en 1804, había vencido las resistencias militares descubriendo la conspiración de los emigrados que se unieron a los generales republicanos. Pichegru, su último rival, se había estrangulado. Moreau, su único émulo, se iba exiliado. Tras doce años de luchas, de terrores, de revueltas, de partidos que se sucedían unos a otros, la revolución terminaba; lentamente se había encarnado en él; se había hecho hombre, y, en efecto, la moneda que se acuñó durante ese 1804 llevaba esta leyenda:

"República francesa, Napoleón emperador"

Fue durante la noche del 24 de junio de 1804 cuando Fouché, al venir a visitar al nuevo emperador quien, como recompensa por los buenos oficios que había prestado durante el último asunto, acababa de restablecer el Ministerio de Policía y lo había nombrado titular del mismo, fue, decíamos, durante esa noche cuando Fouché, recargado en el quicio de una ventana, frente a Napoleón, creyendo que era el momento favorable le dijo:

—Y bien, señor, ¿qué hacemos con este pobre joven que espera desde hace tres años en una mazmorra de la abadía una decisión de su parte?

—¿Qué joven?

—El conde de Saint-Hermine.

—El conde de Sainte-Hermine, ¿qué es eso?

—El que iba a desposar a la señorita de Sourdis y que desapareció la noche de la boda.

—¿El asaltante de diligencias?

—Sí.

—¿No fue fusilado?

—No.

—Sin embargo, yo había dado la orden.

—Al contrario del axioma del señor de Talleyrand, es su primer movimiento el que es erróneo.

—Por consiguiente...

—Esperé el segundo. En verdad, tres años de prisión por la falta que cometió me parecen un castigo bastante rudo.

—Está bien, envíelo como soldado raso al ejército.

—¿Es libre de escoger su arma? —preguntó Fouché.

—Que escoja —respondió Bonaparte—, pero que no espere nunca convertirse en oficial.

—Está bien, señor... a él corresponde forzar la mano de Su Majestad.

Traducción y nota de Arturo Gómez-Lamadrid