La Jornada Semanal,   domingo 16 de abril  de 2006        núm. 580


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

DISCURSO POR CARLOS PELLICER (III DE V)

Marino (como Valéry, Pessoa, Alberti, Seferis y Quasimodo) y selvático, unió al azul de las vegetaciones que crecen, mueren y vuelven a crecer, el de las tierras tropicales que acaban por vencer al hombre:

Y el verde dijo: ¡Después!

La selva y la nostalgia de la selva —paraíso perdido, tiempo recobrado— le dieron los ritmos majestuosos de una poesía mayor:

A la cintura tórrida del día
han de correr los jóvenes aceites
de las noches de luna del pantano,

y, en contrapunto, las cosas pequeñas, "las islas de juguetería", aportan la profunda gracia de lo íntimo. Aquí el poeta recompone el paisaje, ordena, dicta, da sus reglas para que todo sea perfecto y, al mismo tiempo, pide permiso para hacer su inofensivo juego ordenador:

Jugaré con las casas de Curazao,
pondré el mar a la izquierda
y haré más puentes movedizos.
¡Lo que diga el poeta!

y el poeta no cesa de decir; se embriaga con las palabras, juega, colorea, admira lo creado y, en el anhelo de lo perfecto, recrea y arrogante y humildemente modifica. No nos escandalicemos ante tamaña pretensión. También las palomas modifican los perfiles de la loma y los tonos de la luz cambian la forma del paisaje. En medio de éste, el hombre, aparentemente pequeño, en virtud del placer, de la dicha, del dolor, de la muerte y del don de decir las palabras y de hacerlas cantar, observa y siente. El poeta habla por todos, inaugura el día, percibe los sortilegios, describe los tonos de un misterio que todos tenemos al alcance de la mano. Decía Montale:

La vita che sembraba
vasta e piú breve del tuo fazzoleto.

El cuerpo humano, especialmente en el trance de la creación, es suma y compendio de la belleza creada. Hay algo, que sobrepasa los límites de lo físico, moviendo los músculos tensos, impulsando los ágiles tendones, dando una nueva vida al esqueleto. López Velarde defendió a Tórtola Valencia, la bailarina española, de los embates de una crítica convencional, roma, ciega y sordomuda:

No merecías las loas vulgares
que te han escrito los peninsulares.

Pellicer la sorprendió en el éxtasis de decir con el cuerpo:

El rito hecho incensario
desdoblaba versículos sagrados
en la sagrada combustión doliente.

El cuerpo humano canta y el poeta comunica su gozo ante el milagro:

Es el instante en que los brazaletes
al encogerse el bíceps se ensañan en la carne,
y entonces la sonrisa felinos dientes muestra en un lúgubre gesto
amenazante.

El poeta, enervado ante el cuerpo que oscila y sólo se expresa a sí mismo; maravillado ante la forma, las precisas curvas, las redondeces armoniosas, debe cantar así:

De pie la bayadera,
inicia los sensuales movimientos
del vientre y la cadera.

Todo se mezcla, Herodes, nuestro hermano mayor en hedonismo, jadea de asombro y lujuria ante el último velo de la Salomé eterna. Nada es la cabeza del Bautista para ese cuerpo milagroso que se curva ante los ojos iluminados y el labio inferior trémulo (sirva esto de homenaje a Charles Laughton). Cómo entiende uno a Herodes y desconfía de todas las condenaciones que han caído sobre su carne flaca y deslumbrada:

¡Hasta que la embriaguez de la espiral continua
la rindió entre el escándalo del crescendo final!

Se ha dicho —afortunadamente, Pellicer no fue objeto de la torpona atención de los críticos que, durante la vida del poeta, apenas se asomaron a su obra— que el paisaje es el tema central de la poesía de Pellicer. No hay tal. El tema central de cualquiera de sus poemas es el propio poema. Si bien, como afirma MacNiece "un poema siempre es acerca de algo" el mismo poeta irlandés reconoce que "el poema es en sí mismo" y que, por lo tanto, puede decirse que es "un organismo autosuficiente; en suma, una creación".

Es claro que la naturaleza y la descripción de las cosas naturales son valores poéticos que poseen una sustantividad independiente, pero en los poemas que abordan estos temas, lo fundamental son los ojos del hombre que observa y dice. No quiero que se me acuse de esteticismo trasnochado o de individualismo victoriano, pero debo declarar que lo realmente importante es la relación del paisaje con el hombre. El Valle de México, pintado por Velasco, es el personaje esencial del cuadro, pero los ojos y las manos del pintor, sus sentidos despiertos y su aguda sensibilidad son los que hacen posible la obra de creación. Algo parecido sucede con el pintor Pellicer y, por lo mismo, reducir su poesía a la mera descripción testimonial de un paisaje equivale a empobrecerla:

Sus mujeres y sus flores
hablan el dialecto de los colores.

Continuará