La Jornada Semanal,   domingo 9 de abril  de 2006        núm. 579
 

Ignacio Solares

David Huerta, poeta de lo incurable

Desde Jardín de la luz, su primer libro publicado en 1972, David Huerta ha venido construyendo una obra al mismo tiempo clásica y experimental. Su clasicismo puede observarse, por ejemplo, en el oído atento de quien conoce y practica los metros canónicos de nuestra lengua, y su vocación experimental en el cultivo de formas que han expandido nuestras nociones de lo poético al introducir en su obra prosa, narración, memoria, reflexión.

Deudor —como todos nuestros grandes poetas— de la gran poesía del Siglo de Oro: de Garcilaso, Quevedo o Góngora, David Huerta ha abrevado en lo mejor de la lírica en nuestra lengua y al mismo tiempo no ha sido ajeno a otras tradiciones poéticas. A partir de Cuaderno de noviembre (1976), su segundo libro, Huerta exploró los caminos del versículo o verso extenso que nos recuerda a Paul Claudel, Ezra Pound, Eliot y, en nuestras letras, a Pablo Neruda, José Carlos Becerra y José Lezama Lima, por citar sólo algunos nombres. En este sentido, David Huerta es un poeta barroco, devorador de tradiciones y poéticas, de formas y estrategias.

La búsqueda de una voz propia es el rasgo característico (y quizá más doloroso) de un poeta: esa voz será la deidad personal (el demonio socrático) que de alguna manera le dictará cuanto escriba. "Para bien o para mal, mi estilo literario es tan mío como mi huella dactilar", decía Cortázar. En este sentido, veo el decurso de un poema de David como los calígrafos japoneses sus dibujos: hay una hoja de papel, que es el espacio y también el tiempo, hay un pincel que una mano deja correr para trazar signos que se enlazan, juegan consigo mismos, buscan su propia armonía y estilo y de pronto se interrumpen en el punto exacto en que ellos mismos así lo determinan.

Uno de los medios que encontró David Huerta para hacerse de una voz personal fue el versículo: versificación extensa, mucho más amplia, que involucra ideas y percepciones, emociones y narraciones y que cristaliza con Versión, el libro por el que ahora recibe el Premio Villaurrutia. Este tipo de versificación ondulante, que se ramifica en distintas direcciones, permite a David entablar vivos contactos entre la razón y la emoción, entre la narración y la reflexión, de una manera, decíamos, original y propia. Los géneros se disuelven, la narración deviene poema, el cuento canción, el poema reflexión, el verso aforismo. Por eso, el principio de inestabilidad permanente, de continua incertidumbre —un término de la física cuántica—, rige la poética de David.

Y también por esto cada fragmento de su poesía está íntimamente ligado a otros provenientes de otros libros, estableciendo un diálogo constante consigo mismo como, decíamos, los signos del calígrafo japonés en su dibujo.

Si bien Versión es un libro acabado en sí mismo, es también continuación y prefiguración. Con cada uno de sus libros, David continúa una obra y, en efecto, la prefigura. En este sentido Versión puede ser el preámbulo de Incurable (1987), ese libro-poema autobiográfico e inclasificable que abarca la poesía, la reflexión filosófica, el ensayo, la narración, y que sin duda constituye uno de los momentos más altos de la literatura mexicana de nuestros días.

Después de Versión ya hemos mencionado Incurable, hasta ahora su libro más ambicioso. Recientemente, David dio un giro aparente con El azul en la flama, donde entabla un diálogo poético y formal con José Gorostiza, concretamente con "Muerte sin fin".

Pero hay libros que —aun dentro de esa ligazón y comunicación permanente de unos con otros—, constituyen una especie de parteaguas para el poeta. Quizá, por ejemplo, para Octavio Paz lo fue La estación violenta y quizá para Efraín Huerta lo fue El Tajín. Libros que se erigen como momentos clave en la obra de su autor. Me parece que Versión es ese libro parteaguas en la obra de David: el libro en que el poeta ha conformado un universo lírico propio, una voz irremediablemente personal, como la huella dactilar, según decía Cortázar. Es el momento en que el yo biográfico y el yo poético intercambian sus identidades y se funden en una sola presencia, que dista mucho de ser unívoca, sino que asume su otredad incurable, su capacidad de transformación y metamorfosis.

Por eso resulta significativo el título del libro: Versión, o sea, aparentemente no se trata de un original sino de una traducción, una exégesis, una interpretación. Como sucede de forma por demás reveladora con los heterónimos de Fernando Pessoa, o con la idea de la máscara en Ezra Pound, el poeta se vuelve otro, accede a la otredad de su propia expresión, de su propia escritura. Esa escritura que, a partir de ese momento, será su única casa habitable. Porque, nos dice David Huerta en Versión:

"Escribir" deposita la realidad contra el azul o el blanco,
finge correr bajo el agua del tiempo, toca las manos con un ardor continuo
y pone un alfiler de sombra en los ojos, bajo la noche que no cesa.
Algún fantasma viene por corredores, con sangre de la luz en la línea de su desplazamiento,
Llega a "escribir" como al país de dicha y pesadumbre donde niños cambiantes abren los ojos con un color de exilio en la mirada.
"Escribir" puede ser un placer prohibido, una amenaza clara;
pero también, algunas veces, entra en los ministerios sobre la nube de la sintaxis,
calma la asidua vigilancia del hombre contemplativo que mira el mar,
acompaña la siesta o la imaginación de la señora sola,
esfuma el ansia o la posterga, viene a ser una suerte de filatelia o de entomología.
"Escribir" es un contrasentido en la "noche de los tiempos que corren".
"Escribir" es a veces meter un poco las narices en la quebradiza imagen
de un lugar donde vivir puede valer la pena.

Qué privilegio tener en nuestras letras un poeta como David Huerta, cuya lectura de su poesía nos permite habitar ese lugar donde vivir puede valer la pena.