La Jornada Semanal,   domingo 2 de abril  de 2006        núm. 578


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

DISCURSO SOBRE PELLICER (I DE V)

Como director de un suplemento literario, con frecuencia recibo poemas de jóvenes. Soy, además, jurado de varios premios de poesía y leo con cuidado y con la mayor objetividad posible los trabajos concursantes. Estas dos circunstancias me permiten seguir de cerca el desarrollo de la nueva poesía de mi país y constatar, con verdadera alegría, que son las muchachas los que están cambiando el clima espiritual y formal de la poesía y las que juntan la pericia del oficio con la sinceridad radical que Rubén Darío exigía a los habitantes de su territorio.

La presencia de la poesía de Pellicer aparece como un aroma lejano, pero constante, y debo decir que los que están más vivos son sus poemas amorosos y los de su vertiente religiosa. Son menos frecuentes las influencias de las sonoridades de su poesía civil o los misteriosos meandros de su poesía escrita en el corazón de las tinieblas y de los resplandores tropicales.

Pellicer es un poeta y un personaje. Admiramos su poesía, pero también nos atraen sus trabajos como defensor y ordenador de nuestro patrimonio artístico, sus ideales políticos y latinoamericanistas inspirados, en buena medida, por el Vasconcelos ministro de Educación y candidato independiente a la presidencia de la República.

Es indudable que López Velarde es el iniciador de la poesía mexicana moderna. Así lo reconoce Pellicer en sus ensayos y en un poema celebratorio dedicado a nuestro padre soltero. Pellicer, modernista, miembro marginal de los contemporáneos, "el grupo sin grupo", tenía una voz tan poderosa y una originalidad en las sensaciones tan intensa (como la de los poetas simbolistas), que requiere un apartado especial en los archivos de los catalogadores profesionales. Su forma, muchas veces caprichosa y hasta arbitraria, fue modelando un estilo único e irrepetible y una variedad temática que libro por libro se fue renovando y hallando nuevos caminos. No estoy tratando de ubicarlo en una generación o en una escuela. Asimiló muchas influencias, amó a los clásicos, especialmente a Lope de Vega y a nuestra Sor Juana Inés de la Cruz, cumbre del barroco americano. Admiró a Díaz Mirón, a Amado Nervo y a Santos Chocano. De todos ellos tomó algunos motivos que su originalidad transfiguró inmediatamente. No me interesa la pesquisa de las influencias de Pellicer en otros poetas mexicanos. Está en todos nosotros, en José Carlos Becerra, en Lizalde, en Hernández, en Rivas. Su voz es inimitable, pero se puede decir que su actitud ante la poesía y ante la vida es, por muchos conceptos, paradigmática.

Quisiera recordar tres encuentros con Carlos Pellicer. En 1964 se organizó, en Génova, el Congreso de la Unión de Escritores Latinoamericanos que encabezaba Pellicer. Asturias y Alberti, apoyados por la organización llamada Columbianum, fueron los principales colaboradores del maestro tabasqueño. Yo, demasiado joven y con un libro en imprenta que un año más tarde fue publicado por Losada, en Buenos Aires, con un poema prólogo de Alberti, era el ayudante de los ayudantes. Recuerdo que por ahí andaba, silencioso y observador, Juan Rulfo, y que nos impresionaron mucho la voz y la presencia de Sebastián Salazar Bondy, el autor de "Lima, la horrible".

Pellicer dedicó su discurso inaugural del congreso al tema de la unión iberoamericana y condenó con vigor y entereza la invasión yanqui a la República Dominicana. Todavía recuerdo su pequeña figura agigantada por la protesta y por la convocatoria a la unión de nuestros pueblos como única posible defensa ante el embate del imperialismo.

Mi segundo encuentro tuvo lugar en Viena (después nos vimos con frecuencia en México y en Querétaro y veneré su magisterio y su integridad moral). Estábamos en la Cripta de los Capuchinos, pues quería ver la tumba del emperador Maximiliano. Yo me había quedado atrás cuando escuché su estentórea voz de protesta. Me acerqué y leímos la lápida del infortunado Habsburgo. Decía: "asesinado por bandidos mexicanos". Pellicer se decidió a desfacer el entuerto, hablamos con nuestra embajada y tuvimos reuniones con funcionarios del gobierno austríaco. Logró su propósito y la lapida quedó así de escueta y neutral: "Maximiliano, Emperador de México". Salimos de Viena en mi venerable (por arqueológico) Opel recordando el poema de Carducci tan lleno de premoniciones: "Massimiliano non te fidare, torna al castello de Miramare, che il trono putrido di Montezuma é copa gallica piena de spuma. Il tedeum laudanus, chi non ricorda: sotto la clamide trovó la corda." La risa y la compasión nos acompañaron por un buen tramo de carretera.

Continuará