Usted está aquí: lunes 27 de marzo de 2006 Espectáculos Thurston, Winant y Surgal, energía convertida en expresionismo sonoro

El trío reunió unas mil personas en el Salón México

Thurston, Winant y Surgal, energía convertida en expresionismo sonoro

ROBERTO GARZA ITURBIDE

Cuando el reloj marca las 8:30 de la noche, del sábado, la fila instalada a lo largo de la calle de San Juan de Dios comienza su marcha hacia el interior del Salón México.

En el ambiente se respira una mezcla de tabaco con incertidumbre, tal vez porque algunos de los aquí reunidos no saben lo que están a punto de presenciar. Otros, los que se dicen iniciados, intuyen que tendrán que abrocharse los cinturones de seguridad antes de que el trío de improvisación compuesto por Thurston Moore, William Winant y Tom Surgal emprenda el vuelo, en su concierto en el marco de Radar, del Festival México en el Centro Histórico.

Media hora después, cuando los músicos hacen acto de presencia, el legendario recinto del danzón recibe la primera descarga de energía sónica, pero no del trío, sino del público que los acoge a gritos y aplausos.

Los músicos toman posiciones. Thurston Moore, guitarrista, se coloca al centro del escenario; William Winant avanza hacia la izquierda y se monta en su enorme nave de percusiones, y Surgal se acomoda en la batería del lado derecho.

Los dedos de Moore se deslizan sobre las cuerdas y abren la primera llaga en la textura del sonido. Abstraído, suprime los canales de la lógica y la razón, entra en un estado mental puro y deja que la energía fluya del cerebro hasta el amplificador.

Golpes certeros que se intensifican

Moore baja la cabeza, inclina el torso, distiende los hombros y flexiona las rodillas, mientras su guitarra crea la atmósfera sonora para que Winant y Surgal se incorporen al impromptu. Winant marca un ritmo ascendente, con golpes certeros que crecen en intensidad, al tiempo que Surgal abre un canal de libre improvisación.

La pieza se eleva y desciende al mismo tiempo; Winant se acelera, Surgal marca contratiempos y Moore se da vuelo con la distorsión, el vibrato y el feedback.

El público, cuyo número no rebasa las mil personas, observa impávido. Hay mucho que percibir y nada que entender. Es energía básica que se transforma en ruido; ruido que se expresa como símbolo; símbolo que el espectador interpreta. Esta música escapa a cualquier intento de análisis racional clásico. Vacunada contra el juicio docto y razonado, sólo acepta una definición: expresionismo sonoro.

Durante unos segundos, Winant dirige la mirada hacia Surgal, pero el baterista está tan metido en su canal que no se da cuenta. Y Thurston menos. Está de rodillas en el piso, tallando las cuerdas contra el borde del escenario. Al cabo de un rato, levanta la guitarra a la altura de la cabeza, la sacude, después la inclina sobre el amplificador y ataca las cuerdas con la suela de su tenis.

Winant, un virtuoso de las percusiones, hace lo propio durante su ejecución. Coloca un platillo sobre el bombo y lo hace girar; literalmente lo revoluciona para golpearlo en movimiento con la baqueta. De ahí pasa al glockenspiel, también conocido como campanólogo, luego se entretiene con el gong y saca toda una variedad de idiófonos, de los cuales extrae sonidos apenas perceptibles.

Los músicos llevan más de una hora tocando y el respetable se mantiene de pie, casi estático. Fuera de un grupo compacto, de unos 200, que se mantiene cerca del escenario, el resto de la gente no está del todo conectada con la música. Este tipo de actos, hay que decirlo, se deben llevar a cabo en teatros con butacas. Consciente de ello, Thurston se inclina, jala a un joven, lo trepa al escenario, le coloca la guitarra y lo manosea por todos lados. El público reacciona con una andanada de aplausos.

Winant y Surgal marcan ritmos delirantes. Ahora es el turno de una mujer, cuyo cuerpo, tendido de espaldas al piso, se convierte en la herramienta con la que Moore cachondea su guitarra. El asunto alcanza el clímax cuando Moore carga a la joven y la deposita en el set de percusiones de Winant. Hay interacción con el público, que participa tanto en escena como con gritos y aplausos. La joven se reincorpora con una sonrisa de oreja a oreja. Thurston la carga de nuevo y la deja caer en la batería de Surgal, quien parece no inmutarse. Pero Thurston quiere más. De pronto, en un instante de exaltación, se arroja sobre la masa de espectadores, en la que permanece atrapado unos minutos entre decenas de manos que lo tientan, soban y fajan al ritmo desenfrenado que marcan las percusiones. El momento es sublime.

Entre el caos sonoro y el descabece en escena, los músicos comienzan a dilatar las notas, a bajonear lentamente el estado de ánimo de la pieza, hasta que finalmente la terminan. El público, bien conectado, los ovaciona y despide al ritmo de Thurston, Thurston, Thurston...

 
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