Ojarasca 107  marzo 2006


Francisco Mata-4

Zapotlán de Juárez, Hidalgo

Cuando se pierde la tierra


Rodrigo Ibarra

No hay dos miradas iguales. Los ojos pueden ser del mismo color pero la mirada siempre es distinta. La de don Benjamín es difícil de describir: extraviada, ausente, vacía... Sus ojos me sorprendieron, especialmente al descubrirlos en el gastado rostro de surcos de un campesino mayor, experimentado.

Un páramo. Eso era su mirada. Un llano, una vasta planicie baldía. Un yermo.

Don Benjamín se quedó sin su tierra. Era ejidatario y vendió la parcela heredada de su abuelo. Y aunque él es un hombre, humilde, no lo hizo por necesidad. Lo acorralaron, lo engañaron, y él no encontró remedio: vendió.

 Hace tiempo, en una larga travesía a pie, andando por una vereda escuché un rugido estremecedor. Era la turbina de un avión. Seguí caminando y de pronto me descubrí a la distancia más corta que he estado de un jet en vuelo. La imagen de la enorme máquina suspendida en el aire sobre mi cabeza fue impresionante. Pensé entonces en el ingenio humano. Sin duda es una gran virtud que poseemos, pero tiene sus "asegunes". Los humanos nos hemos creado un mundo complicado al grado de convertirnos en esclavos de nuestro propio ingenio.

La reflexión cobra, para mí, un sentido nuevo luego de la travesía por el México de abajo en La Otra Campaña. Después de platicar con don Benjamín la pregunta de si todo este desarrollo, y su costo, tiene sentido, se vuelve más pesada que antes.

Don Benjamín y la gran mayoría de sus compañeros ejidatarios vendieron, todos, sus parcelas al gobierno. Las verdes milpas, los cebadales dorados, ahora se convertirán en pistas de despegue y aterrizaje, en centros comerciales, en grandes hoteles: en el aeropuerto internacional. Los campesinos fueron empujados a deshacerse de su tierra porque los agentes gubernamentales vinieron a hablarles de progreso, de civilización, de empleos, de desarrollo. Les prometieron que su comunidad, Zapotlán, se transformaría en un lugar donde los hombres y las mujeres no habrían de preocuparse más por su incierto futuro, por sus carencias, por su pobreza. Con el aeropuerto dejarían de ser ejidatarios y campesinos para convertirse en taxistas, en dueños de camiones para transportar materiales de construcción, en empresarios. En las palabras de don Benjamín, les prometieron "las maletas llenas". Todo suena casi de maravilla, de no ser porque las promesas provienen de un profesional del engaño y la mentira: el gobierno.

En las costas del Caribe mexicano saben mejor. Esas mismas promesas llegaron allá hace décadas cuando aquella geografía era un paraíso virginal. Entonces arribó el gobierno y su ojo de avaricia incandescente. Ahora, cuando uno va por la carretera de la Riviera Maya, se mira una cerca larguísima que divide a México, a la península, del corredor inundado de grandes hoteles de lujo. Sobra decir de qué lado del muro viven los mayas y los pobres de Quintana Roo. las puertas de la muralla se abren solamente para que entren las cuadrillas de "macuarros", jardineros y sirvientes vestidos con pulcros uniformes. Ellos limpian la suciedad de los distinguidos huéspedes que disfrutan un mar de turquesa demasiado preciado para los mexicanos jodidos, quienes hace no mucho fueran los dueños de esos mismos territorios.

¿Qué le espera ahora a Zapotlán? ¿A don Benjamín y sus ocho hijos? ¿A sus nietos? ¿Y a toda su gente? Ya, ahora mismo, si eres una mujer gorda o fea no entras a trabajar a la maquila hidalguense. Quieren a las jovencitas, a las bonitas, a las "puras botellitas de cognac". A don Benjamín lo único que le queda es morirse, como de por sí ya se murieron de la tristeza de verse sin sus parcelas varios de sus compañeros ejidatarios. A los hijos de Zapotlán les quedará, si tienen suerte, cortarse el pelo y no engordar para trapear los pulidos y brillantes pisos de las salas de espera. Si no, siempre habrá manera de emigrar, de subirse al tren del desarraigo. O la prostitución, la delincuencia y la cárcel.

Pienso que don Benjamín de por sí ya sabe todo esto. Será por eso que su mirada no cuaja ni cuadra. Será que habla, camina, come y medio ríe, pero en realidad sus ojos se han fijado en la parcela heredada de su abuelo, en su parcela. En su milpa. En su campo de cebada. Y como el terreno ahora y desde hace dos años está baldío, triste, sin cultivar, entonces se le ha secado la mirada, su mirada yerma.

Será que ve adelante y no sabe lo que dirá cuando sus nietos crezcan y le pregunten porqué ellos han nacido esclavos, sin tierra. Será que, como él dice, en esa tierra estaba su vida y ahora no sabe cómo vivir y siente "como cuando le retiran a usted la comida. Así se siente uno. Es como quien le corta la mitad de vida. Ahora de qué la voy a hacer, de qué voy a vivir, de qué vamos a seguir existiendo".

Pero el día ha llegado. Aún los grandes ríos cambian de pronto su aparentemente inamovible cauce. Así la historia. Esta historia desgastada e hiriente hace mucho perdió el rumbo. Se ha quedado sin sustento y los muros que la contenían comienzan ya a colapsar para crear una geografía nueva.

Recuerdo la irrupción de otros campesinos que vieron volar de cerca y sobre sus cabezas, amenazantes aviones, como zopilotes. Los dueños del país miraban muerto también el pueblo de ellos. Mas del remolino, de la termal celada creada por las alas nauseabundas de las aves de rapiña, brotó valiente un puño. El puño sujetaba un machete negro. El machete lanzó su negra mirada de filo amenazante, de pueblo unido. Entonces los aviones volaron de ahí, arrastrando consigo su sombra de muerte. El puño sigue sosteniendo aún el machete, guareciendo la tierra buena de la mala hierba, protegiendo la vida que se recrea en la milpa, en el maizal ancestral.

En Zapotlán hay ya una nueva siembra. Hoy ha llegado La Otra y he visto, con mis propios ojos, las miradas preñadas de esperanza. Hoy ha llovido una lluvia en las pupilas. He mirado de cerca: adentro llevan una semilla que, en una lengua por muchos conocida, grita "ya basta". Ahora las miradas, enmarcadas en resecas lágrimas, exclaman un nuevo nosotros.


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