La Jornada Semanal,   domingo 19 de marzo  de 2006        núm. 576
 

Alfonso Morales

Eternidad fugitiva

"Hay tiempo." No una, sino dos veces escribió Manuel Álvarez Bravo esta frase sobre una página blanca, que luego colocó como aviso preventivo en una pared de su cuarto oscuro. Ese mensaje quizá siga allí, aconsejando a los desesperados la virtud de la paciencia; advirtiendo, más bien, sobre los cuidados que demanda el manejo de ese material, tan intangible como la luz, que hace posible a la fotografía.

Las búsquedas y hallazgos visuales de Álvarez Bravo (Ciudad de México, 4 de febrero de 1902/ 19 de octubre de 2002) son una muestra de los varios significados contenidos en aquella misteriosa invocación a Cronos. Hombre longevo, fue el creador de la más depurada y reconocida obra que tuvo la fotografía mexicana del siglo xx. A las ansias iconofágicas que se adueñaron del espíritu de la pasada centuria —tiempo en el que la reproducción de las imágenes pasó de las texturas del fotograbado a la virtualidad de la internet—, opuso los ritmos y pausas de una atenta espera.

Un reloj personal y un diapasón introspectivo situaron a Álvarez Bravo en el preciso mirador, intersticio o hendidura, en el que el mundo aparente dejó entrever la trama oculta de sus correspondencias y paradojas. El escritor Octavio Paz utilizó la figura "rimas visuales" para referirse a esas imágenes en que la prosa de la vida cotidiana, río revuelto de personas, objetos y signos, encontró la síntesis del instante poético; el nuevo orden en el que estatuas y maniquíes despertaban de su letargo, y el caracol era satélite del planeta calabaza.

Muchas páginas se han dedicado, y todavía más habrán de dedicarse, al estudio de la obra de este fotógrafo autodidacta que aprendió de las miradas de Edward Weston y Tina Modotti, pero también de la música de Gustav Mahler y la literatura española de los Siglos de Oro. La indagación sobre los sustratos y vasos comunicantes de su mundo imaginario estará incompleta si no se valoran, en su justa medida, las preferencias que tuvo como lector, melómano y coleccionista. Divulgador de la pintura mural y la plástica mexicanas, retratista de la aterrorizante belleza de los dioses antiguos que habitaban el Museo Nacional de la calle Moneda, el autor de Parábola óptica extendió su pasión por las imágenes a la gráfica de otros tiempos y a la fotografía de otros autores.

En los recuerdos desde los que Álvarez Bravo viajaba de regreso a la ciudad de su juventud, siempre hubo alguna mención para los bazares y librerías que fueron parte de sus recorridos. Los libros ilustrados fueron el primer contacto con Durero, Monet y Picasso. Como su propia fotografía lo demuestra, se interesó por las creaciones del arte popular y la escultura prehispánica, y a lo largo de los años formó una importante colección de grabado europeo de los siglos xvi al xx.

El discreto autor que más ayudó a la consolidación de la fotografía moderna en México, así como a su aceptación en la casa de las musas y en el gusto de artistas de otras disciplinas, tuvo una conciencia temprana del valor histórico y cultural de los retratos del tiempo en fuga. La crítica Raquel Tibol ha ubicado a Álvarez Bravo y a Enrique Fernández Ledesma —organizadores, en los años treinta, de una muestra de imágenes fijas en una sala ubicada en el edificio de la Secretaría de Educación Pública— entre los pioneros mexicanos en el tratamiento de la fotografía como objeto de exposición. Álvarez Bravo consideraba a la galería como un ámbito propicio al entendimiento de las obras fotográficas, del que se beneficiaban tanto espectadores como creadores. "Yo no tengo ninguna predilección por algunas de mis fotografías, creo que cuando se hace una exhibición, cuando se colocan en una progresión consecuente, cuando dan idea de un estilo, es cuando tienen su expresión completa", declaró a Excélsior en diciembre de 1971. "En los muros y en los libros se encuentra el sentido de la obra del fotógrafo. Una fotografía aislada es como una palabra suelta", le respondió, trece años más tarde, a la periodista Patricia Cardona, quien lo interrogaba sobre el destino del quehacer fotográfico.

El retratista de La buena fama durmiendo, quien tenía aprecio por la "gracia de los retratos antiguos" y de tanto en tanto era obsequiado con trabajos de sus colegas, atesoró por años la idea de un recinto exclusivamente dedicado a la exhibición y estudio de la fotografía. Su trayectoria artística abarcó un buen tramo de esa historia visual que había desplegado, en un breve periodo, un amplio abanico de usos y expresiones.

La oportunidad de contar con un espacio para tales propósitos se vislumbró en 1980. Jacques Gelman, coleccionista de arte y productor cinematográfico, y Emilio Azcárraga Milmo, entonces presidente de Fundación Cultural Televisa, encomendaron a Manuel Álvarez Bravo la formación de una colección representativa del arte fotográfico internacional. Con las piezas acopiadas en sus pesquisas, Álvarez Bravo dio sustento al Museo de Fotografía, que fue parte de la oferta cultural de la ciudad de México a lo largo de un lustro —de 1981 a 1986. Su sede fue una casa ubicada en la esquina de privada Cedros y bulevar Adolfo López Mateos, colonia San Ángel Inn.

La primera muestra importante de la colección Álvarez Bravo —descrita como un "viaje fotográfico al siglo xix"—, se inauguró en junio de 1983, en el Museo Tamayo. Beatriz Moyano, primera y única directora de la galería de Cedros, conserva la presentación que el fotógrafo escribió con ese motivo. En ese texto, Álvarez Bravo habló de su antiguo interés por abrir un lugar para la fotografía como arte independiente: "Desde hacía más de quince años tenía yo la idea de hacer, por lo menos, una sala dedicada a la fotografía en México, para lo cual hice una donación a la Secretaría de Educación Pública." El maestro explicó asimismo los planes y propósitos de un museo en el que sería posible conocer "las diferentes maneras de ver, de interpretar, de realizar y expresarse por medio de la fotografía".

Álvarez Bravo continuó haciendo adquisiciones para el Museo de Fotografía hasta 1986, cuando tomó la decisión de concentrar sus energías en su obra personal. El Centro Cultural/Arte Contemporáneo, ac (cc/ac), fundado en ese mismo año, se consideró un recinto más adecuado para el resguardo de una colección que había aumentado y enriquecido considerablemente su inventario inicial de cerca de novecientas imágenes. El equipo encabezado por Roberto R. Littman, director del cc/ac, se encargó de catalogar, documentar y difundir las imágenes de la colección formada por Manuel Álvarez Bravo para Fundación Cultural Televisa, ac. Bajo los profesionales y amorosos cuidados de la curadora Victoria Blasco, ese conjunto de imágenes —una colección que era también un proyecto de museo— se convirtió en un apreciable compendio de historia fotográfica.

En 1995, la exposición Luz y tiempo desplegó, en las salas del cc/ac, la recopilación en la que había trabajado por más de un lustro el mayor de nuestros fotógrafos. El catálogo de la muestra se repartió en tres volúmenes y presentó a los autores por orden alfabético. De la A de la estadunidense Berenice Abbott a la Z del argentino Marcos Zimmermann, impresos de época y copias posteriores, obras de la más diversa alquimia y la más heterogénea temática, iconos de autores renombrados y piezas anónimas, compusieron el elogio de la mirada fotográfica.

La clausura del cc/ac, en octubre de 1998, provocó un nuevo desplazamiento de la colección Álvarez Bravo. Las más de dos mil imágenes que entonces la integraban fueron puestas por Fundación Cultural Televisa bajo la custodia de Casa Lamm, en cuya bóveda se resguardaron hasta junio de 2004. Fundación Televisa, institución sucesora de la que había patrocinado el Museo de Fotografía, es la actual depositaria de ese patrimonio visual. A través de distintos proyectos se ha preocupado por dar a conocer a nuevos y distintos públicos los materiales que compusieron la primera tentativa mexicana de un museo dedicado al lenguaje universal de la fotografía.

En el año 2002, el cumpleaños cien de Manuel Álvarez Bravo dio la oportunidad de asomarse de nueva cuenta a ese conjunto de imágenes que no salieron directamente de su cámara, aunque sí de sus tratos y negociaciones, siempre mediados por el vaivén de las ofertas y el azar de los hallazgos. La revisión tomó forma en la exposición Citas con el espejo, que entre abril y julio de 2002 se presentó en el Museo Universitario de Ciencias y Arte (muca) de la Universidad Nacional Autónoma de México. El título aludía a las condiciones de extracto, espectro y réplica que han definido la representación fotográfica. Citas que son fragmentos, indicios, construcciones, detalles, mementos, sellados en su propio resplandor. Espejo que es sólo en apariencia una superficie quieta: fábrica de semejanzas, cabo suelto de la memoria, reflejo que persevera como ilusión y documento.

La muestra del muca sirvió, asimismo, para entender que el inacabado museo de Álvarez Bravo había tenido secuelas, sin seguir un plan definido, en la constante relación que el cc/ac mantuvo con la fotografía, tanto histórica como contemporánea. Autores y temas que fueron parte de Luz y tiempo estuvieron presentes en otras exposiciones en el recinto de Campos Elíseos y Jorge Eliot. La fotografía que instauró, junto con el cine, la hegemonía de las imágenes en el siglo pasado, fue una presencia obligada en el recinto que trajo a México a Andy Warhol, David Hockney, Robert Rauschenberg y Christian Boltansky. Muestras como las dedicadas a la fotografía astronómica, deportiva o publicitaria, a las imágenes de guerra o al trabajo de Lola Álvarez Bravo, en alguna medida completaron y actualizaron el catálogo iniciado por don Manuel.

Versión aumentada y corregida de Citas con el espejo, fue el libro Eternidad fugitiva (2003), que dio continuidad a la revisión de los fondos fotográficos de Fundación Televisa. Como en la muestra que fue su antecedente, la publicación convocó a sólo una parte de los autores, géneros y estilos que conformaban aquellas colecciones. En su suma virtual se volvieron a abrir las puertas de ese museo que hace veintitrés años imaginaron Gelman, Azcárraga Milmo y el fotógrafo que vio en una mujer peinándose, perfilada por el sol, un Retrato de lo eterno.

Alguna página de Marcel Proust inspiró el título Eternidad fugitiva, combinación de términos en los que quisimos ver representadas las paradojas de la fotografía: instante que se congela para seguir vivo, suspensión de lo que no se detiene, tiempo utópico. El proyecto museográfico que comenzó en las postrimerías de 2005 y terminó el pasado domingo 12 de marzo, presentado en las salas del Palacio de Bellas Artes, es un relectura de la temática de aquella publicación. Esta nueva invitación a reflexionar sobre las maneras en las que la fotografía ha modificado nuestra conciencia del mundo, recurrió a la complicidad de las imágenes móviles. El uso de técnicas videográficas, fílmicas y sonoras en una exposición que tiene como tema la fotografía no es, en este caso, sólo un recurso museográfico. Mediante esa mixtura, se ha querido evidenciar la disolución de géneros y técnicas que caracteriza el tráfico iconográfico que hoy nos rige. Asumimos que el cotejo de imágenes de distinta procedencia, fijas o móviles, ayuda a entender las vías que la imaginación visual ha utilizado para procesar los estímulos de la realidad y convertir las representaciones en espacios habitables.

La fotografía es el nombre de un lugar fijo que no cesa de desplazarse, donde Cindy Sherman e Hippolyte Bayard plantean las mismas dudas, Eugène Atget y Gabriel Orozco se asoman al abismo donde nacen los reflejos, y Joan Fontcuberta nos ofrece una vista que nunca se hallará en un manual de geografía. El tiempo que pasa por las fotografías les cambia significado y lugar. La segunda edición de Eternidad fugitiva, algo más y algo menos que el catálogo de una exposición, no es sino una estación más en el viaje de las imágenes que aquí han servido para enunciar algunos de los misterios de la fotografía.