Usted está aquí: jueves 16 de marzo de 2006 Opinión Abstencionismo

Adolfo Sánchez Rebolledo

Abstencionismo

Hay un abismo insondable entre las campañas imaginadas como virtudes expresivas de la democracia y las que realmente padecemos todos los días. En las recientes elecciones del estado de México la mayoría de los potenciales electores registrados en el padrón nominal prefirieron quedarse en su casa: no votar. Nadie sabe a ciencia cierta si ese desgano se debe a la indiferencia o si, por el contrario, expresa una suerte de crítica pasiva al orden de las cosas. El abstencionismo se mece en el horizonte como un fantasma imbatible cuya presencia alude a un mal mayor.

Para explicarse la abstención suelen ponerse sobre la mesa varias hipótesis que buscar ofrecer líneas obvias: a) la confrontación sin tregua de partidos y candidatos que eriza el ambiente y espanta al ciudadano medio, b) la ausencia de propuestas capaces de interesar y remover conciencias, c) la avasallante importancia de los mensajes publicitarios en los medios que anula todo contacto personal, directo de los candidatos y fortalece el fatalismo, la peligrosa certidumbre de que ya todo "está arreglado" y nada va a cambiar con un voto más. Otros creen que los abstencionistas son simples ciudadanos despreocupados o distraídos, es decir, conformistas que no se distraen por el ruido mediático a su alrededor.

Todos esos factores (más los que añadan los expertos) seguramente inciden en la formación de ese fenómeno que llamamos "abstencionismo", pero a estas alturas ya se puede sospechar que el problema trasciende la eficacia propagandística del marketing contratado por los partidos. Tal parece que el abstencionismo está vinculado a la valoración general de la política de los ciudadanos, que es muy baja o francamente negativa, como se comprueba en diversas encuestas realizadas para conocer el estado de la "cultura política", cuyas conclusiones son una llamada de alerta para todos.

Por eso, el gran desafío planteado por el abstencionismo no es exclusivamente el de mejorar las técnicas de acercamiento con el ciudadano; ofrecer más ideas que imágenes vacías, en fin, acercar las campañas a los problemas genuinos de la población. Todo eso es necesario, pero no basta. Ningún político, por carismático y audaz que sea, puede sostener una exposición tan repetitiva y prolongada sin decir estupideces, trivialidades adaptadas a las exigencias de públicos circunstanciales en busca de entretenimiento, si es que no son acarreados sin escrúpulos a tales actos "de masas".

Acotar la duración de las campañas es una condición primerísima para evitar la saturación presente y la única vía conocida para poner por delante las ofertas políticas y programáticas sobre la mercadotecnia. No se puede pedir una verdadera deliberación -con o sin debates múltiples- si las campañas electorales no adquieren una dimensión humana, terrenal, y dejan de ser la venta de un "producto" de cuya calidad al final nadie se hace responsable. Ya es hora de que el Congreso tome en sus manos la reforma electoral pendiente, de modo que las campañas se diseñen para 1) no derrochar el financiamiento público, 2) servir a la discusión de los problemas nacionales, las propuestas y soluciones que, al menos en teoría, cada partido asegura postular.

Pero eso supone que los sujetos de la vida electoral, los partidos, entiendan su función no como un privilegio protegido por la ley, sino como una responsabilidad en la complicada tarea de reproducir la vida democrática. El abstencionismo, repito, se justifica a sí mismo cuando la vida pública ofrece "modelos" de conducta como el del gobernador poblano, las increíbles maromas del secretario del Trabajo o las innumerables torpezas del Presidente de la República. Si la política no cambia a ojos vistas y además se desacredita como la única opción viable para transformar la vida nacional, ¿por qué los ciudadanos habrían de apostar una y otra vez a los mismos mecanismos?

No se puede alegar indiferencia o conformismo cuando en el pueblo llano hay inquietud, irritación, desesperanza. La ceguera para comprender la urgencia de poner el cambio democrático al servicio de esos sentimientos separa a la clase política de segmentos enormes de la ciudadanía que prefiere no ir a votar.

Es verdad que hay desencanto por los resultados del cambio foxiano, pero también existe, y mucha, indignación contra los políticos sin distinguir colores entre ellos. Y eso sí es un riesgo.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.