Usted está aquí: sábado 11 de marzo de 2006 Opinión Camuflajes

Ilán Semo

Camuflajes

La atonía con la que suceden las actuales campañas electorales no es un asunto trivial. Expresa no sólo las facturas de la decepción por la gestión de un gobierno, el panista, que nunca supo cómo traducir la energía acumulada en el cambio del año 2000 en una fuerza efectiva de transformación social e institucional, sino los síntomas de un atavío que puede bloquear o deformar, como una impronta, a la naciente democracia mexicana. Un atavío que, por ahora, todavía es posible definir como el síndrome o el mal de mandato, y que con el tiempo puede llegar a amenazar las precarias reformas que la sociedad logró introducir en su vida política durante estos seis años a pesar del propio gobierno panista.

La pregunta de qué salió mal es demasiado importante para dejarla en las manos de una sociedad política convencida de que el solipsismo y la criptopólitica marcan la vía más directa hacia Los Pinos. Los medios televisivos, dedicados a convertir las campañas en una pasarela de corte y confección de imagen, de aplausos y diatribas cada vez más inaudibles, se hallan divorciados de tal manera de la sensibilidad de la población que el candidato al que quisieron destruir durante años debe enseñarles lecciones mínimas de disuasión colectiva. En un arranque de competitividad (y visión) comercial podrían incluso contratarlo para que los introduzca al abc de lo que es y puede ser el estado de ánimo actual de la mentalidad pública.

En un régimen autoritario, la toma de decisiones es relativamente dúctil: los que deciden son quienes ejercen unilateralmente el poder. En un orden democrático, las cosas se complican visiblemente. Es preciso discutir, negociar, formar mayorías y movilizar instituciones y opiniones. No existe el piloto automático. Todo esto para comenzar de nuevo frente a la siguiente decisión. Para el Poder Ejecutivo, la democracia se presenta siempre como la colina de Sísifo. Cada espacio, por más reducido que sea, de su capacidad de acción, es disputado día a día por centros de consenso sin centralidad alguna. La política de hoy es un proceso sin centro ni centralidad, fragmentada, inmune a los relatos abarcantes, desprovista de atributos metainstitucionales. Frente a esta novedad, Vicente Fox se derritió desde los primeros días de su gestión. Es increíble que su fantasma siga todavía deambulando.

Desde el momento de la confrontación hasta el de la toma de decisiones, en rigor sólo existen dos formas para producir coherencia en un sistema plural: gobernar por mandato o por compromiso.

Es natural suponer que quienes se educaron en el México del siglo XX sólo conocían la primera de estas variantes. Todo cargo suponía un coto de autoridad absoluta. Desde el cacique local hasta el presidente. Eso que se llamaba "política" consistía en ejercerlo y ganarse las simpatías del que ocupaba el cargo superior. El consenso se construía a través del mandato, congregando audiencias aclamatorias, corrompiendo o reprimiendo a los disidentes, creando una "grey" política. El único compromiso lógico o necesario era con la verticalidad del orden.

En el año 2000, fue el sistema mismo el que cambió: la oposición pasó a ser parte de la vida cotidiana, el choque de opiniones y fuerzas devino el terreno de lo normal. Y sin embargo, las prácticas de construcción de consenso por mandato no sólo no se debilitaron, sino que se multiplicaron. Los nuevos organismos fueron arrastrados por las viejas formas. ¿Firmó alguna vez Vicente Fox algún compromiso con los empresarios, con la oposición, con los sindicatos o con algún otro agente esencial del mundo político? Siempre vegetó en esa nube gris suponiendo que su mandato podía transformarse, a través del laberinto de la informalidad, en un consenso (que por supuesto nunca llegó).

En rigor, la atonía de las campañas electorales se debe a que nadie sabe qué puede esperar y qué no de los candidatos. Todos prometen, pero ninguno se compromete. Blandir el "confíen en mí" y "me llaman a cuentas" es una aporía propagandística. En la democracia, los únicos compromisos comprometedores se facturan como un pacto de fuerzas que ceden y conceden manifiesta y públicamente. Todo lo demás son camuflajes.

Lo que proponen los candidatos actuales es lealtad a ellos, confianza en sus figuras, no compromisos programáticos ni definiciones precisas.

Por ejemplo, de la campaña de AMLO se desprende que no habrá privatizaciones del petróleo ni de la electricidad. También que habrá pensiones para la tercera edad. Ya es algo. Pero todo lo demás es un enigma. En el caso de los otros candidatos, Felipe Calderón y Roberto Madrazo, el enigma es más enervante aún.

El dilema reside en que una democracia sustentada en lealtades individuales cuyo poder emana de sus mandatos puede, en cualquier momento, hacer a un lado la democracia misma y reducirse a las sombras de esas lealtades.

 
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