La Jornada Semanal,   domingo 26 de febrero  de 2006        núm. 573
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía

EL FINAL FELIZ

No hay más que ir al cine y ver la versión hollywoodesca de cualquier novela para constatar que los finales felices son, casi siempre, inverosímiles e irritantes. Dejan un regusto a sacarina y la sensación de que nos están tomando el pelo. Y que conste: no me refiero a la realidad, porque hasta el más distraído se da cuenta de que en la vida casi no hay finales felices. Me refiero a la ficción.

Imagínese el lector un Don Quijote que en lugar de terminar con el sencillísimo "entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió", se hubiera casado con Aldonza Lorenzo. Al Aleph en una vitrina en casa de Carlos Argentino Daneri, en la calle Garay, admirado por Borges y sus amigos y tal vez filmado por la BBC; a Gregorio Samsa feliz, adoptado por un célebre entomólogo… yo no sé, pero la sola idea de los finales felices en gran parte del canon literario me pone de mal humor.

Ahora bien, existe un género en el que yo creía que los finales felices eran de rigor: la literatura infantil. Recuerdo claramente cómo, de niña, me rebelé contra el final tristísimo de La sirenita de Andersen, esa apoteosis de virtud. ¡Yo, a ese lelo del príncipe le hubiera contado la verdad con dibujitos! Esa con la que te vas a casar, porque según tú te salvó, no sabe ni nadar. Te salvé yo. Mira cómo buceo, que para eso nací en el fondo del mar. Nada de servirle el vino el día de su boda, caminando como sobre cuchillos… ¿Convertirse en espuma? ¿Qué recompensa de porquería es esa?

El ruiseñor y la rosa de Wilde también me proporcionó días de rabiosa melancolía. Me gustaba, en cambio, que Morgana le salvara la vida a Alí Babá, que Caperucita escapara del lobo y sí, que las hermanastras de Cenicienta se quedaran vestidas, alborotadas y cojas, una sin talón y otra sin dedos (ellas mismas se rebanaron los pies, para que les cupieran en la zapatilla).

Graciela Montes llama a esto llevar "la justicia hasta sus últimas consecuencias" (que es lo que uno espera que suceda cuando tiene cinco, seis, siete años).

Pero el asunto del final feliz puede resultar confuso: uno no puede darle a un niño Los hermanos Karamazov y decirle, como se supone que Dios le dijo a San Agustín: "toma, lee". Entérate, el mal es algo humano, inseparable de nosotros y las preguntas sobre su naturaleza no tienen respuesta. Hacer algo así sería perverso.

Irse al otro extremo es fácil y sucede con frecuencia: el libro infantil en el que el mal no existe, o si aparece es derrotado con engañosa facilidad. En los cuentos de hadas tradicionales no ocurre así: el héroe suele ser valiente, solidario y suertudo. Generalmente es un ser pequeño, indefenso, lo opuesto a Superman. Contenido en estos textos viejísimos hay una especie de código de ética vital, asombrosamente alejado de cualquier moral formularia.

Ahora bien, respecto de lo que hay que acercarle al lector adolescente, a nadie se le ocurriría prohibir la lectura de El diario de Ana Frank, esa candorosa y punzante advertencia sobre el antisemitismo, o Matar un ruiseñor de Harper Lee, aunque su lectura sea una experiencia triste. Esos libros, lo digo sin exagerar, formaron a miles y miles de personas.

¿A qué edad puede uno enterarse de cómo es el mundo?

Justo cuando esta pregunta me rondaba, un libro excepcional me cayó en las manos: Ningún lugar adonde ir de Marie-Francine Hébert ilustrado por Janice Nadeau. Este es un libro para niños que trata de un tema "de adultos": la guerra.

En un pueblo (¿yugloslavo?) algo se fragua. ¿Un viaje? se pregunta la niña María, ¿una sorpresa? Con exactitud, Marie-Francine Hérbert explora la mente infantil. ¿Cómo vería una niña a sus vecinos transformados en enemigos que, fusil en mano, la expulsan de la aldea? ¿El padre de su mejor amiga convertido en verdugo; el director de la escuela, muerto ante ella? Las ilustraciones, sobrias, complementan con delicadeza la violencia implícita del texto.

Se sabe que los niños de ahora son más inteligentes de lo que fuimos nosotros. Que la información a su alcance es más compleja que nunca. Entonces, la respuesta me parece obvia: libros como Ningún lugar adonde ir son esenciales. Distintos de la violencia impostada de ciertos videojuegos y la tele, un libro como éste revela al niño que eso que sospecha, esa crueldad arbitraria que vislumbra en la vida, existe. Y que hay que tratar de cambiarla.