La Jornada Semanal,   domingo 26 de febrero  de 2006        núm. 573
MUJERES INSUMISAS
Angélica Abelleyra


TINA MODOTTI: LA FOTO COMO ARTE, LUCHA E INVERSIÓN

Prefiere los silencios y ver pasar el tiempo. Llevarse un año, por ejemplo, poniendo capa tras capa de tintas, pintura y agua para que el papel registre también el curso de los días. O aliarse a los ritmos de la naturaleza que permitan florear el ciruelo. Desde niña tiene un temperamento calmado, proclive a la contemplación. Por eso, Rocío Maldonado (Tepic, 1951) devela en su obra plástica un tiempo interno donde suma cuerpos, piedras y torbellinos de niebla o luz en una amplísima gama de grises, ocres y rojos en su convicción de que puede escarbar más en sí misma cuando limita los materiales y los recursos.

A los doce tenía la certeza de que en la pintura se sentía bien. Ingresó a la escuela del Instituto Nacional de Bellas Artes en la capital nayarita y mientras ella experimentaba en el universo de las formas, sus hermanos lo hacían en el de la música a través de la guitarra. Su mamá le regaló un estuche de madera para guardar pinceles, tubitos de óleo y una paleta que usa hasta la fecha. El apoyo era real y entrañable pero su padre, con el alucine de ver a su hija en medio de "los marihuanos" de San Carlos, hizo que el desánimo provocara que sus días de dibujo se espaciaran.

Hija mayor de once hermanos, fue "el experimento" de la familia en la idea de que su fin último sería el matrimonio y no había que preocuparse por el estudio. Sin embargo ella se afianzó en la idea de continuar una carrera donde el dibujo permaneciera como asidero. Eligió Diseño de Interiores en la Universidad Femenina de Guadalajara y allí el dibujo a mano libre más las clases de historia del arte le refrendaron su amor por el camino artístico.

Llegó a la Ciudad de México a los veinticuatro años y permaneció dos y medio en la Escuela de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda. Entre sus clases con Octavio Bajonero y Javier Arévalo el único interés era tener un lápiz en la mano y copiar todo lo que podía: desnudos con modelo al natural, paisajes, piedras. Su generación -Germán Venegas, Roberto Turnbull, Georgina Quintana, Estela Hussong, entre otros- crecía con la idea de que lo primordial era el oficio, estar en acción constante, a diferencia de los jóvenes hoy, más instalados en el concepto. Cuando sintió poco aprendizaje se trasladó a la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) de Xochimilco y continuó con Gilberto Aceves Navarro y Luis Nishizawa en talleres que sumaban libertad y método por igual.

Para iniciar un camino por su cuenta, compartió un taller con Georgina Quintana en el centro de la Ciudad de México y así transitó la época de confrontarse en bienales y exposiciones cuando se dio ese movimiento mal llamado neomexicanismo. Ella no se identifica, aunque acepta haberse sentido parte de una figuración sin cortapisas en tiempos —la década de los ochenta- en que no estaba muy bien plantada y todos buscaban hacer manos aguadas para que no lo parecieran.

El cuerpo humano es su interés; un fragmento de torso, una oreja, un pie, son su forma de acercarse a la realidad. Antes lo hacía con modelo en vivo pero ahora retoma imágenes de Helmut Newton y otros fotógrafos para regodearse en ella, la figura siempre. Sin embargo acepta que las piedras, las ramas, las espinas son figura pero también enlace con la abstracción, por lo que se descarta en las clasificaciones y asume la mixtura de senderos donde el impulso, más que el racionamiento, es su principal motivador de trabajo.

Entre la libertad del trazo y un sesgo académico que no lo es tanto, disfruta de la riqueza de las gamas de grises hasta tornarse negros y le genera mucho placer colocar capas y capas de pintura en ese papel japonés tan resistente como bello y buen contenedor de registros plásticos. Además, a sabiendas de que no tiene una cocina pictórica muy armada, para darle carga a su pintura busca texturas en la superficie al añadirle telas y pegarle papeles: una suma de elementos que sin embargo no abigarran la obra en sus transparencias que pueden volverse cenefa, rollo interminable o instalación de cuerpos en inmensa gama de grises y ocres.

Como Paul Celan, la pintora dice que en la vida no hay atajos. Todo lo que recorres te va marcando, para bien y para mal. Por eso su gusto por la jardinería y el tai chi le alimentan ese tiempo interno, fluido pero con pausas y silencios que también traslada a su obra plástica bañada de una energía sin planeación y mucho sustento.