La Jornada Semanal,   domingo 12 de febrero  de 2006        núm. 571

NMORALES MUÑOZ.

VENCER AL SENSEI

En Richard Viqueira, joven teatrero que ha sabido acometer la escena desde distintos vértices (como actor, director de escena y dramaturgo), hay que reconocer dos virtudes cardinales: su rigor entusiasta y su vocación incansable por experimentar con distintos temas, estilos y géneros, cuya combinación lo ha llevado a poner en escena, en escaso tiempo, un estudio sobre los mecanismos de un asesino en serie (El veneno a sorbos), un divertimento silente (LP), y a escribir una revisión de ciertos pasajes bíblicos desde una perspectiva socarrona y contemporánea (El evangelio según Clark Kent, aún inédita). El siguiente estadio de su trayectoria es Vencer al sensei, que bajo su concepción y la de Iliana Muñoz ha sido estrenado en el Foro La Gruta hace escasos días.

El título es elocuente: estamos ante el retrato de la relación amor-odio entre un maestro de artes marciales (encarnado por el propio Viqueira) y su discípulo (Mauricio Galaz). Apenas eso en lo temático y en lo anecdótico, y mucho más en lo coreográfico y lo espectacular: con un despliegue físico-atlético en verdad portentoso, los dos actores (cuyo proceso de ensayos-entrenamientos duró cerca de dos años), apoyados por la figura de una geisha (Iliana Muñoz), construyen una ficción extrema, basada en el combate, que lleva al espectador (sobre todo los de primera fila, asignada sospechosamente en la función de estreno a quienes nos dedicamos a la crítica) al filo de la butaca durante casi dos horas de representación. Con katanas, con sables, o mediante el más clásico combate cuerpo a cuerpo, el recorrido por los esfuerzos del discípulo por ocupar el lugar de su sádico sensei se vuelve un objeto teatral disfrutable, moviéndose en la delgada línea que delimita al homenaje abierto de la parodia sutil, no respecto a las disciplinas marciales orientales en sí, sino a cierta cinematografía de acción, igualmente oriental y/o estadunidense, cuyo modelo narrativo y particularidades estéticas ya han quedado inscritos, con un lugar preponderante en lo afectivo, entre quienes disfrutamos de las películas de, digamos, Bruce Lee o Jackie Chan.

Porque si de trazar algún paralelismo o de buscar alguna referencia clara se trata, hay que pensar antes en Quentin Tarantino, por ejemplo, que en la reflexiones metafísicas respecto al arte del samurai de los filmes clásicos de Kurosawa, por poner otro ejemplo, o en los estudios sobre las particularidades de la actoralidad en el teatro japonés de Suzuki o de Oida. Parece claro que el rigor de Viqueira se centró mucho más en la creación de un espectáculo como tal, a la concatenación de secuencias de acción notables y emocionantes, que a la recuperación o actualización de ciertos códigos de representación del teatro oriental. Hasta ahí todo claro, pero, volviendo de nuevo a los referentes, se vuelve ineludible no cuestionar si en la ligereza implícita de la propuesta (que resalta en el humor de los gags de Viqueira, cuyo humor blanco irrumpe en casi cualquier escena que se perfile con algún grado de intensidad dramática más profundo) no conlleva asimismo cierto grado de banalización, de una parodia que deja de ser laudatoria para volverse caricaturesca y superficial. Una imagen de tantas pudiera ser elocuente: cuando, tras una secuencia de combate lograda como casi todas, el sensei imita la famosa patada de grulla que el recientemente fallecido Pat Morita enseñara a Ralph Macchio en Karate Kid. Un guiño pop innecesario en tanto forzado y en tanto rompe el flujo de una ficción que, por momentos, parece encaminarse hacia tesituras más crespusculares.

Mezquino sería reclamar más empeño en los intérpretes, pero parece conducente pedir una dosificación de su energía en aras de lograr contrapuntos dramáticos más efectivos y ensanchar el espectro emotivo de la ficción dramática. Porque la presencia escénica de Galaz y Viqueira es incuestionable, pero hay puntos de fuga cuando Galaz enuncia sus parlamentos con un sonsonete que, sí, caricaturiza a su discípulo y debilita su conflicto, o cuando se incurre en un humor que, ya se ha dicho, aligera sin decidirse por completo a ser sarcasmo abierto. De allí que se justifique la impresión del espectador avezado de que si el constructo escénico de Viqueira se hubiera insertado en una ficción escénica más compleja, se presenciaría un resultado plenamente brillante y un tanto menos perecedero que el que existe, gozoso y fascinante eso sí.

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