La Jornada Semanal,   domingo 5 de febrero  de 2006        núm. 570
 

Torri y Reyes en el Valle de Josafat

Octavio Olvera

Un jardín flanqueado por bardas nebulosas a cuyo pie se aprecian asfódelos, se ilumina por la luz de una luna intensa y fantástica que asienta frescura y sosiego. El jardín es todo un camino en lontananza, sobrenatural pero placentero. Un viejo raro y con cierto aspecto locuaz camina ligero, es Julio Torri. Por la boca de la lejanía se aproxima una sombra rechoncha y mesurada, es la sombra de Alfonso Reyes. Ambos llevan un libro en la mano. Se encuentran.

Reyes (con voz grave y dulce): Julio, mi leal verdadero, mi Fabio, siempre lejano, al fin nuestro encuentro definitivo.

Torri (festivo y sorprendido): ¡Por los dioses inmortales! Alfonso, mi hermano.

Se abrazan, y al punto Torri se convierte en sombra.

Reyes: Siempre supe que nos sería dado encontrarnos en este valle de paz para compartir el tiempo eterno.

Torri: ¡Oh! mi caro Alfonso, acuden a mí gratos recuerdos, una fuente de delicias sin fin por el pasado ya nada inmediato de nuestras andanzas terrenas; de aquella juventud lejana cuando supimos ser dilectos a los dioses y tal vez, ganarnos este encuentro o dicha póstuma. Nuestro destino dormía, dulce, en el regazo de Zeus: ¡ser compañeros de paraíso!

Reyes: Nuevamente, Julio, que nuestra vida fue un fluir entre los más delicados libros, entre los más originales pensamientos. ¡Ya estábamos en un paraíso!

Torri: Y ahora nos es concedido el gozo de esa grata compañía nuevamente, mira, yo tengo para este definitivo viaje tu Obra poética que me devuelve a la edad feliz. Enseña un libro ensombrecido a la sombra de Reyes.

Reyes: Fabio, te conocí en una biblioteca librando una batalla contra peligrosos admiradores de Vargas Vila, bárbaros que lo creían un clásico vivo. Yo me uní a tu causa. Contribuimos a su buen gusto, haciéndolos dudar de que era un pésimo escritor, como si ambos conceptos pudieran conjugarse. Los vencimos. Desde entonces los libros fue-ron la causa de nuestra amistad, el santo y seña de nuestras escalas literarias.

Torri: Así fue y seguirá siéndolo. Pero dime ¿cuál es la lectura que te acompaña?

Reyes: El Tesoro de la Lengua, de Sebastián de Covarrubias.

Torri (sorprendido): ¿No es acaso aquel libro que te fue perdido en la neblina de los préstamos cuando tu primer partida a Europa?

Reyes: El mismo, Julio, el mismo.

Torri (repentinamente afiebrado): ¡Oh San Frestón! genio de las bibliotecas, para ti oré de hinojos para que obraran en mí tus virtudes y me apartases de los sucesos contrarios, los pesares y los malos amigos, pero ahora te manifiestas como demonio. No bastaron mis plegarias para ser tu amado.

Reyes: Calla, amigo, por tu vida eterna, que deprecar en la ira, es signo de inferioridad.

Torri: Ridícula presunción la tuya de presentar siempre tu cartilla moral.

Reyes: Deploro haberte incomodado tanto como no entiendo la causa de tu fiebre.

Torri: Claro, raro en lo personal, nunca me entendiste, y acaso siempre me consideraste inferior.

Reyes: Dices mal de quien más te quiso entre los mortales y de quien más te querrá en la gloria.

Torri: Y a qué viene pues la burla y la desazón de traer contigo tu Covarrubias, ¿acaso pretendes que mi olvido haya guardado tu creencia de que yo te lo birlé?

Reyes: Ay Julio, nadie como tú para ponerte sacos. Siempre creí que nuestra vieja y fraternal amistad me autorizaba a emboscarte en una buena travesura. Tú mismo defendías las murmuraciones, generadas éstas en la finura del ingenio, como una de las costumbres más bellas de los hombres, y hasta abogaste por agregar la maledicencia a las más particulares virtudes. Además, siempre defendiste el hurto de los libros como un hábito sabroso y de holgadas ideas. Diseñabas todo un arte, debo reconocer. "Los amigos, verbi gratia, se enojan cundo contamos tal cual lindeza picante de ellos, sin acordarse de que han sido en cierta manera creados por los dioses para que nunca padezcamos en la vida falta de sujetos de quien decir mal." Regocíjate, hermano diablo, pues lo que tú crees un malentendido, es la puesta en escena de tus deliciosas comedias y la más bella prueba de mi amor fraterno.

Torri (aparentemente más sereno): Vaya que vas resultando más diablo tú que yo.

Reyes: Admiré tu vida y tu fama, tu irreductibilidad y tus continuas escapatorias, como un modo de ser lo que yo no era: diablo, duende que apaga las luces, un sujeto raro en lo personal.

Torri (gozoso): En cambio, yo fui firme al anteponer mi temperamento a tu manía por el desarrollo, a tu facundia. Quién sabe cuán insoportable sean para el lector moderno tus interminables Obras completas y cuánto tiempo de seguro poeta se perdió al mover todas tus energías a tus afanes críticos.

Reyes (ligeramente perturbado): Siempre pensé que esta charla sería una loa dialogada, como una oración ante el altar de los recuerdos.

Torri: Registré tus virtudes oportuna y sinceramente, amigo, con admiración real. Loada fue tu poesía, pero mi obra fue tu más acabada crítica. Mi brevedad fue el más agudo comentario a tus deducciones y sorites interminables. Tú sabes, diablo al fin, en mi modo elegante de vivir sobresale mi afición por las sutiles paradojas, mi amor de caballero inglés por todo lo raro y lo no usado. Y aún pienso que no debes tener motivo de sorpresa, muy pronto te declaré mi horror por las explicaciones y amplificaciones, prefiriendo el "enfatismo de las quintas esencias al aserrín insustancial con que se empaquetan usualmente los delicados vasos y las ánforas".

Reyes (enérgico): ¡Olímpica frivolidad de tus razones!, ahora entiendo, "eres uno de esos crueles númenes que vengan alguna antigua y secreta afrenta olvidada ya hasta de los mitólogos más eruditos".

Torri (divertido): ¡Oh glorioso Wilde!, príncipe del ingenio, tú que preferías perder al mejor de los amigos antes que al peor de tus enemigos, haz entender a esta vanidad, que mi amor lo acariciaba como mi contrario.

Reyes: Cualquiera puede simpatizar con los sufrimientos de un amigo, pero para alegrarse de sus éxitos se necesita de una naturaleza muy delicada. Entiendo, en el fondo celabas mi prestigio literario, cuyo resplandor prestaba luz al tuyo. Guardad distancia, íncubo, antes de que olvide la cortesía y la buena crianza en que soy extremo. Gusto en saberlo todo sobre mis nuevos amigos y de los viejos, nada. "Que hayas tenido más días felices, que yo deseos insatisfechos el día de tu muerte."

Torri: Amén.

Un delgado velo de nube rasga la fantástica luna. En la gravedad de lo eterno, cada uno busca un camino distinto por el valle de los muertos; Torri con ansia, en busca de otra junta de sombras; Reyes, todo mesura.

Desaparecen.