La Jornada Semanal,   domingo 5 de febrero  de 2006        núm. 570
 

Flamenco de retorta

Ricardo Bada

Hace algunos meses, en Holanda, prendí la tv para ver si había algo que valiese la pena, y en un canal alemán encontré flor de reportaje donde presentaban a una joven andaluza cantando y bailando sevillanas, acompañada por un caballo jerezano de la más fina estampa. Cada vez que la joven gritaba "¡Éso! ¡Ole!", derrochando a manos llenas —y como programada por una célula fotoeléctrica— esa gracia salerosa made in Andalucía, la tierra de María Santísima y el Cristo de los faroles... qué decir sino que se me revolvían las tripas y volvía a experimentar una vez más la sensación que Valle-Inclán llamaba "la vergüenza zoológica".

Poco tiempo más tarde, ya en Alemania, pasaron asimismo por la tv un espectáculo de cuarenta y cinco minutos, con Joaquín Cortés bailando flamenco (bueno, lo que con toda seguridad él y sus acólitos, que son muchos, llaman flamenco) en un importante teatro de Londres, no recuerdo si el Covent Garden o el Royal Hall. Fue la primera vez que vi a este nuevo genio de la danza, según los medios, y atando cabos con lo ya sufrido en Holanda me pregunté varias cosas:

¿Hasta cuándo se va a seguir considerando flamenco, por ejemplo en este caso concreto, la interpretación —en clave de música aflamencada— de un código gestual tomado en préstamo al racista Michael Jackson? (Y cuando digo racista tengo muy en claro que Mr. Jackson lo es a contrapelo: él no quiere ser negro y ha invertido una considerable parte de su fortuna en la desafortunada tarea de blanquearse. Me pareció formidable el comentario de un periodista de la tv usana, a propósito del seno derecho puesto al desnudo por una hermana de Mr. Jackson durante la final del Super Bowl del futbol americano: "Por lo menos en un caso, la cirugía ha conseguido resultados estéticamente presentables dentro de dicha familia." Pero sigamos con el catálogo de preguntas acerca del baile flamenco.)

¿Cuál es la necesidad al parecer intrínseca de que cantaores, bailaores y tocaores del flamenco actual se nos presenten siempre mostrando caras de mafiosos con hemorroides? ¿O de que las bailaoras y cantaoras —curiosamente la emancipación feminista no ha conseguido todavía que se clonen tocaoras de postín— también se nos presenten siempre como hemorroísas en el momento más doloroso de sus respectivos flujos sanguíneos?

¿Cuándo acabaremos con la superchería de que todo lo que se ofrece como flamenco sobre los tablados no es otra cosa que la codificación presuntamente artística de un tesoro que resulta inasequible? O a lo mejor (perdón: a lo peor) me equivoco. Porque mientras no había una presión mediática, el flamenco se transfirió del pueblo al escenario, mientras que ahora se diría que se transfiere del escenario al público: hay andaluces ya tan pervertidos por los medios que hasta bailan, cantan y tocan las palmas como los profesionales, quiero decir los vividores —en el sentido más crematístico de la expresión—, e incluso creen que eso, eso, es lo auténtico.

Pasa como con el tango. Cada vez que salgo de viaje (a Bruselas o a Dublín, a Amsterdam o a París) me encuentro fatalmente con una zona peatonal donde no falta nada de la fauna urbana que puebla las zonas peatonales del resto de la ecúmene: por no faltar ni siquiera falta la pareja mendicante de bailarines de tango, él como si hubiera sufrido un ataque de parálisis facial, ella mostrando un rictus ambiguo como si la estuvieran sodomizando con un sacacorchos, y ambos totalmente intercambiables con la pareja homóloga de Madrid, de Berlín o de Venecia.

Recuerdo aquí la secuencia final de Duende y misterio del flamenco (1952), la película de Edgar Neville, donde baila Antonio y sienta cátedra. ¡Ojo! hablo del Antonio a secas, o sea, no de Antonio Gades, si bien Gades haya tenido también sus méritos, igual que Joaquín Cortés, porque yo los méritos no los ignoro, aunque me resbalen. En aquella película Antonio baila lo entonces imposible, porque no había codificación de nada: baila nada menos que un martinete, teniendo como escenario el impresionante paisaje del tajo de Ronda, y toda su gestualidad transparenta la severa y sencilla dignidad de un celebrante.

Bastaría con volver a ver esa secuencia, una y otra vez, para darse cuenta de dónde se acaba el flamenco y dónde comienza la farsa flamenca: ésa de la que están viviendo tantos, convirtiendo aquella dignidad de Antonio en una crispación que más bien sugiere que el bailaor padece en esos momentos el incontrolable retortijón de un feroz ataque de meteorismo.