La Jornada Semanal,   domingo 5 de febrero  de 2006        núm. 570
 

Antología de Julio Torri

DE EL LADRÓN DE ATAÚDES

¡Bienaventurados los crédulos, porque de ellos será el reino de la ficción!

(De mi futuro libro Religión y costumbres de los antiguos)

ESTAMPA ANTIGUA

No cantaré tus costados, pálidos y divinos que descubres con elegancia; ni ese seno que en los azares del amor se liberta de los velos tenues; ni los ojos, grises o zarcos, que entornas, púdicos; sino el enlazar tu brazo al mío, por la calle, cuando los astros en el barrio nos miran con picardía, a ti linda ramera, y a mí, viejo libertino.

Quise ser bibliófilo, pero la polilla roía despiadadamente mi corazón. Quise amar impecablemente, y huiste de mi lado. Mi perfecto y violento amor se te volvió insufrible. Me lo explico: acostumbrada a las falsificaciones industriales no pudiste tolerar sentimientos verdaderos, sofisticada y traviesa niña.

DE DE FUSILAMIENTOS

EL MAL ACTOR DE SUS EMOCIONES

Y llegó a la montaña donde moraba el anciano. Sus pies estaban ensangrentados de los guijarros del camino, y empeñado el fulgor de sus ojos por el desaliento y el cansancio.

—Señor, siete años ha que vine a pedirte consejo. Los varones de los más remotos países alababan tu santidad y tu sabiduría. Lleno de fe escuché tus palabras: "Oye tu propio corazón, y el amor que tengas a tus hermanos no lo celes." Y desde entonces no encubría mis pasiones a los hombres. Mi corazón fue para ellos como guija en agua clara. Mas la gracia de Dios no descendió sobre mí. Las muestras de amor que hice a mis hermanos las tuvieron por fingimiento. Y de ahí que la soledad obscureció mi camino.

El ermitaño le besó tres veces en la frente; una leve sonrisa alumbró su semblante, y dijo:

—Encubre a tus hermanos el amor que les tengas y disimula tus pasiones ante los hombres, porque eres, hijo mío, un mal actor de tus emociones.

LA BALADA DE LAS HOJAS MÁS ALTAS

A Enrique González Martínez

NNos mecemos suavemente en lo alto de los tilos de la carretera blanca. Nos mecemos levemente por sobre la caravana de los que parten y los que retornan. Unos van riendo y festejando, otros caminan en silencio. Peregrinos y mercaderes, juglares y leprosos, judíos y hombres de guerra: pasan con presura y hasta nosotros llega a veces su canción.

Hablan de sus cuitas de todos los días, y sus cuitas podrían acabarse con sólo un puñado de doblones o un milagro de Nuestra Señora de Rocamador. No son bellas sus desventuras. Nada saben, los afanosos, de las matinales sinfonías en rosa y perla; del sedante añil del cielo, en el mediodía; de las tonalidades sorprendentes de las puestas del sol, cuando los lujuriosos carmesíes y los cinabrios opulentos se disuelven en cobaltos desvaídos y en el verde ultraterrestre en que se hastían los monstruos marinos de Böklin.

En la región superior, por sobre sus trabajos y anhelos, el viento de la tarde nos mece levemente.

En el brillo frío de tus ojos y en la sonrisa inhumana de tu boca y también en la olímpica frivolidad de tus razones y de tus gráciles velos, he adivinado que eres uno de estos (sic) crueles númenes que vengan alguna antigua y secreta afrenta olvidada ya hasta de los mitólogos más eruditos.

El médico arrugó el entrecejo y sentenció gravemente:

—Este riñón derecho no me gusta y tendremos que arrancarlo desde luego. Lo mismo que esas amígdalas que nos pueden dar mañana más de un dolor de cabeza. Los dientes... por supuesto, hay que sacarlos, sin que quede uno. Después seguiremos con el apéndice y con un palmo de intestino, que se nos puede ulcerar cualquier día. Habrá que extraer también la vesícula biliar, que no anda muy bien...

Y salí del consultorio al buen sol de la calle que infundía alegría de vivir en las gentes del barrio. Y he seguido viviendo hasta el día de hoy con mis órganos deteriorados y como mi viejo y casi inservible juego de glándulas.

El gozo irresistible de perderse, de no ser conocido, de huir.

Un hada le había concedido el don de abrir cualquier diccionario en la página donde se hallaba la página buscada.