La Jornada Semanal,   domingo 29 de enero  de 2006        núm. 569
 

Mark Rothko o la claridad de la luz

Miguel Ángel Muñoz

A John Ashbery, poeta de la luz

En los últimos cinco años he podido ver tres impresionantes exposiciones retrospectivas de Mark Rothko (1903-1970), comenzando con la del Musée d’ Art Moderne de la Ville de París en 1999, seguida del excelente montaje que se presentó en la Fundación Joan Miró de Barcelona en 2001, y por último la del Museo Guggenheim de Bilbao. En cada muestra hubo más de 115 obras del artista norteamericano, uno de los fundadores de la Escuela de Nueva York, y se presentó, a la vez, el catálogo razonado publicado con el apoyo de la Universidad de Yale y coordinado por David Anfam. El 25 de febrero de 1970, Rothko se suicidó en su estudio neoyorquino. Hay ciertas teorías al respecto y cierta coincidencia sobre su carácter melancólico y depresivo, agravado tal vez por la reciente separación de su segunda esposa, serios problemas de salud y, dicen los que lo conocieron, una profunda insatisfacción por el rumbo que iba tomando el mundo del arte, un entorno en que había tenido un activo papel desde los años treinta, cuando formó parte de la mítica generación —al lado de Esteban Vicente, Willem de Kooning, Adolph Gottlieb, Jackson Pollock, Barnett Newman, entre otros— de expresionistas abstractos que convirtieron Nueva York en la meca del arte contemporáneo, y en cierta manera acabó representándola. Este último punto no es baladí en un artista apasionado y obsesivo, azote de críticos y tan convencido del poder trascendental de su pintura que exigía condiciones draconianas para poder exhibirla y se negaba a venderla si pensaba que iba a caer en malas manos. Teniendo en cuanta cómo han cambiado las cosas en el comercio del arte, es lógico que no pudiera soportarlo.

Rothko siempre ha gozado del fervor popular, sobre todo de quienes han tenido la oportunidad de experimentar el efecto que algunas de sus obras provocan en el ánimo del observador atento. La recepción crítica de la obra de Rothko ha variado con los años y, para horror del artista, sus cuadros han sido vistos también como especialmente decorativos por la evidente belleza y armonía de los colores utilizados. Con todo, en la última década se ha vivido un feliz renacimiento que se materializa, por ejemplo, en nuevas biografías, la publicación del catálogo razonado de sus pinturas y la restauración de algunas de sus obras más emblemáticas, como la Rothko Chapel de Houston, considerada su testamento artístico ya que se inauguró un año después de su muerte.

Marrk Rothko ha dado a la abstracción un compromiso cromático desatendido por otras corrientes decididamente gestuales —vía Pollock, por ejemplo— o de incuestionable impronta europea, como Hoffman. Los campos de color, esas inmensas configuraciones rectangulares iluminadas por una luz opaca interior, evocan horas de soledad y serena contemplación, aproximándonos a ese peculiar "pathos cósmico" del que habla David Sylvester. Su impacto ha influido con incidencia insólita en la evolución de la pintura abstracta contemporánea. Es claro que los propósitos visuales de Rothko quedan claros desde sus inicios: "Pretendo eliminar cualquier obstáculo entre el pintor y la idea, entre la idea y el observador. Un cuadro vive por compañerismo y se expande y aviva a los ojos del observador sensible. Muere por la misma razón. Es, por tanto, un acto peligroso e insensible el exponerlo al mundo." Una estética visual arriesgada y revolucionaria, sin duda. La clave está en la capacidad de experimentar y trascender. Con ello, como afirmaba Cézanne, los colores resultan emanación de la luz, "surgidos de las raíces del mundo". O, en palabras de Rothko: "No soy un pintor abstracto… No me interesan las relaciones del color, ni de la forma, ni nada; lo único que me importa es expresar mis emociones humanas básicas: tragedia, éxtasis, muerte. La gente que llora ante mis cuadros tiene la misma experiencia religiosa que yo cuando los pinté."

Esta sombría oscuridad de la obra de Rothko contrastaba con la paleta, cada vez más luminosa, de su colega Barnett Newman. Ambos se dedicaron en lo esencial a cultivar el color luminoso, a crear un fulgor interior que parecía proceder del interior del lienzo y no de una fuente exterior a la pintura. Newman nunca experimentó con nuevas recetas y recurrió a utilizar capas múltiples de fino glaseado para lograr luminosidad. Rothko, sin embargo, si usó como imprimación una técnica mixta con base blanca calcárea, que al principio producía un brillante resplandor pero que poco a poco empezaba a exudar a través de las capas superiores y a "florecer" en la superficie. Quizá las mejores obras de Rothko son los dieciocho cuadros encargados por el mecenas Dominique de Menil en 1965, para la capilla ecuménica que constituye hoy en día una de las principales atracciones de Houston, y que fueron perjudicadas por una torpe y mal hecha restauración. Hoy apenas es posible reconocer las exquisitas superficies originales de sus obras. Rothko fue siempre tan frágil como sus lienzos. Es acertado señalar que un artista es grande, cuando ha visto de una manera única la naturaleza y nos ha dado las razones para hacerlo y observarla de esa manera, enseña Berenson en un momento de curiosa lucidez. En la tradición clásica, las sombras siempre eran oscuras; pero los impresionistas nos enseñaron a verlas rojas, violetas o azules. Y, desde luego, Rothko rompió con todos los límites al redescubrir los colores y las sombras de toda la historia de la pintura moderna. Un diálogo directo con las estéticas románticas de Friedrich, Holder, Munch, hasta Turner. Su obra es un cambio irreversible en la pintura, un deslumbramiento por lo sublime y una poética visual que dio orden a la naturaleza.

La tensión dramática que subyace en toda la obra de Rothko está basada en el choque de fuerzas antagónicas, singularmente entre lo particular, donde siempre asoma el egoísmo y la aspiración a la universalidad. En este sentido la pintura es un rescate trágico, conflictivo e incierto en algunos momentos. Hay en su pintura una gran desolación, como también una salvaje alegría que incendia sus obras con rojos de brasa y ocres relampagueantes. Pero junto a los colores cegadores del mediodía y junto a los negros de la noche, sobresalen los azules que nos descubren un mundo paralelo. Una pintura ascética de elocuente sentido de solemnidad que neutraliza los riesgos de una abstracción sin referentes, de un mero formalismo de escuela. La obra de este gran artista del siglo xx es una enorme aportación a la pintura de todos los tiempos.