La Jornada Semanal,   domingo 22 de enero  de 2006        núm. 568
 

El corazón de lo inefable

LA PINTURA DE MANUEL NÚÑEZ NAVA

¿Cómo expresar lo Inefable? ¿Cómo sugerirlo a lo largo de milenios, culturas, silencios, idiomas? ¿Cómo no perder el camino de su Esencia, la ruta hacia su recóndito Ser? ¿Cómo encontrar, cómo imaginar siquiera la posibilidad de esa verdad? A la Esencia de las Esencias, a la expresión de esa Fragancia Irrebatible e Incapturable, los viejos cabalistas hebreos le llamaron Shem Hameforash, el Nombre Inefable. No sólo estaba prohibido pronunciarlo: era imposible comprenderlo, asirlo, poseerlo.

La revelación de ese Nombre y el despliegue de sus fundacionales silencios, su elocuencia escondida más allá de las palabras abundantes y perecibles, se cifraron en símbolos, en colores, en una cascada rumorosa de otros nombres luminosos, de caminos, de esferas con atmósferas múltiples, de planos y mundos sucesivos en revelación y renovación incesantes. Así lo compendiaban, lo celebraban, lo expandían, lo ensalzaban, lo entronizaban en la delicada vida del Mundo. No del Mundo, sino de los Mundos. No de los Mundos, sino de la Creación del Universo.

Generación tras generación, edad tras edad, buscadores de ese conocimiento recóndito se propusieron, cual una misión renovada, cifrarlo, mantenerlo como un conocimiento vivo, como una posibilidad palpitante, pues el Nombre no sólo era un secreto, una barrera cognoscitiva, un milagro de la conciencia: era una protección real para el pueblo elegido, era un Escudo de Luz (con las sombras que la Luz envuelve y disuelve) para el Universo y la Vida que nutre y se nutre del milagro mismo del Universo. No sólo optaron por el discurso, por el relato, por la iluminación del lenguaje, por la cascada luminosa de nombres y senderos sagrados.

Optaron también por la fulgurante revelación de un Árbol Esencial y Simbólico, por el Diagrama Primordial de columnas y niveles que lo pronuncian en el color de la Luz o en la verdad esencial de los prismas en que la Luz expresa su cuerpo único.

Los viejos cabalistas lo llamaron Otz Hayaim. En él late el Corazón del Nombre Inefable. Es el Escudo cuya Armonía cubre el Silencio y la Palabra. Es el Aliento que se suspende antes y después de pronunciar ciertas palabras. Es el Aliento, sí. Es el Árbol de los Vivientes.

A partir de esta poderosa tradición, con arena volcánica y óleo sobre madera, el pintor Manuel Núñez Nava ha recuperado con arte, con amorosa sensibilidad, con inteligencia rigurosa, una galería incalculable de luz y de arcanos, una estructura incesante donde
la aparición y el desdoblamiento —la transfiguración— de letras, claves y motivos dieron lugar a la revelación de los sucesivos Escudos: Colibrí, Chamán, de la Tierra, de Gloria, de Victoria, de la Cuarta Potencia, del Sabio, del Encuentro, del Esplendor, del Movimiento, del Equilibrio, de la Flor, del Sitio, de la Templanza, de la Formación, del Rigor, de las Flechas, de los Tambores, de los Sueños, de los Valientes, de los que Esperan, de las Esencias, de las Potencias, Escudo Triple, Escudo Real, Escudo Fundamental, Escudo Fuerte, Sol y Escudo, Fortaleza y Escudo, Gran Escudo, Escudo de Vida, Escudo de Verdad, Escudo Estelar, Escudo Infinito, Escudo de la Presencia, Escudo Alrededor de Mí, Nuestro Escudo.

Cada una de las cuarenta entregas de esta Tribu Perdida y Reencontrada se propone conservar, sugerir, cifrar y descifrar lo Inefable. Es un encuentro de vidas que prosiguen su camino a través de una misma conciencia. Fueron necesarios años de trabajo paciente y silencioso y de recomposiciones de mínimos y esenciales detalles. La Tradición y la Ciencia rebasan aquí cualquier tentación vanguardista, cualquier precipitación por considerar el Arte de una manera limitada.

La riqueza de estos Escudos va y viene como en una regocijante celebración o en una danza, como en una mágica congregación. Los Cuatro Mundos del Árbol de la Vida despliegan su deslumbrante cromatismo, su belleza y complejidad. Cada escala y sus minuciosos rayos de luz visten el Diagrama Sagrado, pero aspiran a más, son más. Se extienden y concentran en una representación de lo Absoluto. La sorpresa aparece en un color, en una pirámide, en una sombra o en una piedra traslúcida. Surgen como un presentimiento, como una intuición, como un rastro del pasado o como una cavilación que nace del futuro.

En cada uno de estos Escudos concurren secretos de Todos los Mundos. Integración, voluntad, mente, emoción, materialización, se revelan con su forma múltiple y casi sonora, con ecos de Maurits Cornelis Escher, Rufino Tamayo y Carlos Mérida. Son lacas purépechas, vasijas de alquimistas incas, misteriosas cajas de Olinalá, iconografías celtas, monumentales enigmas olmecas, insectos sagrados mayas, pectorales y tocados de Mesoamérica, equipales maravillosos, sellos mesopotámicos y egipcios, insólitos juguetes que son colonias espaciales, jeroglíficos del Universo y del Alma. Son un encuentro puntual de tiempos más allá del tiempo, de Tradiciones, de Geometrías, de la móvil luminosidad que se aprecia en las calaveras de cristal de las viejas culturas de este continente.

Este es el arduo, luminoso e inacabable camino que nos ha revelado el trabajo de Manuel Núñez Nava, pintor mexicano del Tercer Milenio.