La Jornada Semanal,   domingo 15 de enero  de 2006        núm. 567
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía

FRÍO CHILANGO

"Dios aprieta pero no ahoga", dice el refrán. Estoy segura de que es por eso que la Ciudad de México tiene, la mayor parte del año, un clima ex-celente. El apretón divino, creo, se manifiesta en forma de contaminación, tráfico, basura y violencia.

El no ahogarse ha de ser la posibilidad de andar sin chamarra la mayor parte del año. La mayor, no toda, porque ahora mismo que escribo estas líneas lo hago enfundada en un atuendo apodado por mi marido "la pomada contra la lujuria". Esta pomada se compone de una pijama de franela, una bata confeccionada con una tela estampada con osos y que es, además, pa-riente del peluche, calcetines gruesos y pantuflas. Asimismo, estoy pensando qué añadirle. Si sigo igual de friolenta voy a terminar enero vestida como Calzóntzin, el inolvidable personaje de Los Agachados, quien se vestía con un cobertor eléctrico desenchufado. Un tipo listo, pero nada elegante.

Los chilangos no aguantamos nada -en términos estrictamente climáticos-, ya lo sé. Me lo han dicho en Mérida personas cuya elocuencia puede resistir una temperatura de 42 grados a la sombra. Huelga decir que con ese calor soy incapaz de contestar hasta la pregunta más sencilla, y que jamás pude interponer un argumento decente a quienes afirman que 42 grados no es un calor infernal, sino verano, y sabroso, por añadidura.

Con el frío pasa igual: para un duranguense, o un moreliano, estos son fríos de pacotilla. Para un chilango es algo salido de una novela rusa. Por eso, este año, al recibir nuestros aguinaldos, mi marido y yo tomamos la decisión de comprar un calentador.

Fuimos a una tienda departamental y nos abrimos paso entre la multitud que se arreba-taba los abrigos y las bufandas. Nos mirábamos con aire cómplice: el recurso de dormir con suéter y añadir las toallas a la cama, quedaría atrás. Nada de entrar en la casa y salir corriendo a la banqueta para tomar el sol. A diferencia de la mayoría de las casas del Distrito Federal, la nuestra iba a estar caliente.

—Señor, queremos un calentador —le pedimos al dependiente.

—Mire, el mejor es el de gas. Se llena la bom-bonita y ya. Tiene ruedas y lo lleva usted de un cuarto a otro. Calienta todo. Además, tiene un dis-positivo que mide el oxígeno en al ambiente. Si falta, por la razón que sea, el calentador se apaga solito —nos contestó el hombre muy ufano.

¡Por fin podría quitarme la pomada contra la lujuria y ponerme una pijama normal!

—¡Nos lo llevamos! ¿Ustedes tienen dónde llenarlo cuando se nos acabe el gas?

—No, la verdad no. No manejamos gas. De hecho, lo vendemos sin gas.

—Y ¿quién lo llena?

—Nooo, pues no sé. El camión de gas, no. En la gasolinera, tampoco. Creo que adonde cargan los peseros —repuso.

—Y ¿dónde es eso? —preguntamos, desanimándonos con cada segundo que pasaba.

—Pues quién sabe. Ayer vino un cliente y devolvió uno igual a este porque no lo pudo llenar en ninguna parte. Dijo que había hablado al distribuidor, pero que ellos no sabían. No hay muchos lugares donde carguen los peseros por aquí.

—¡Cómo! ¡Si hay miles de peseros!

El vendedor se encogió de hombros con gesto desafiante:

—Sí, pero nadie sabe dónde cargan. Igual puede comprar un eléctrico. Lo malo del eléctrico es que no calienta bien. Sólo puede calentar un pedacito y jala mucha luz. Además, estos sí son peligrosos.

No compramos nada. Cabizbajos, regresamos. Añadí a mi vestimenta una chamarra con la que parezco el hombre Michelin, y me puse a leer.

Y se me quitó, si no el frío, lo quejumbrosa, al leer una carta que escribió el poeta Francis-co de Quevedo a Juan de Sandoval, en noviem-bre de 1644: "…sin apartarme de la chimenea me quemo y no me caliento", u otra a Don Francisco de Oviedo: "…unas rimas de nieve sobre hielo, y de hielo sobre nieve, que tienen la vida de los hombres aterida, y hacen tiritar a las mismas ascuas". Recordé un testimonio semejante y lo encontré en un libro de Melvyn Bragg donde recoge esta carta escrita en un calabozo por William Tyndale, traductor de la Biblia al inglés, perseguido y finalmente muerto por órdenes de Enrique VIII: "…una gorra más caliente, porque sufro muchísimo por el frío, un abrigo más grueso, que el mío es muy delgado, y acaso un pedazo de tela para remen-dar mis calzas".

¿No dan ganas de que exista la máquina del tiempo? ¿De comprar el calentador de gas, averiguar dónde llenan los tanques los peseros y llevárselos? ¡Pobres!