La Jornada Semanal,   domingo 15 de enero  de 2006        núm. 567
 

San Sava

Vida de San Simeón Nemania

El día séptimo de febrero, su venerada ancianidad comenzó a extenuarse un poco. En seguida el viejo beato, el señor Simeón, mandó a llamarme a mí, el indigno y en todos los sentidos el disminuido, y comenzó a hablarme con calma las palabras santas y veneradas y dulces:

—Hijo mío, dulce y consuelo de mi vejez; atiende, hijo mío, a mis palabras, inclina tu oído a mis razones y que no se sequen las fuentes de tu vida, guárdalas dentro de tu corazón porque son vida para los que las encuentran. Por encima de todo cuida, guarda tu corazón porque de él brotan las fuentes de la vida. Aparta de ti la falsía de la boca y el enredo de los labios arrójalo de ti. Miren de frente tus ojos; tus párpados, derechos a lo que está ante ti. Tantea bien el sendero de tus pies y sean firmes todos tus caminos. No te tuerzas ni a derecha ni a izquierda porque Dios conoce los caminos que están a la derecha y los que están a la izquierda son pervertidos. Pero tú aprende la inteligencia y que tu caminar esté en paz. Hijo, guarda mi sabiduría, inclina tu oído a mis razones, no las olvides, no te apartes de los dichos de mi boca. Guarda, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la lección de tu madre. Hijo mío, escúchame ahora y serás dichoso porque dichoso es el hombre que me escucha y el hombre que guarda mis caminos. Déjate de simplezas y vivirás, y dirígete por los caminos de la inteligencia porque el que corrige al arrogante se acarrea desprecio, y el que reprende al malvado, insultos. No reprendas al arrogante porque te aborrecerá; reprende al sabio y te amará. Da al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina. El comienzo de la sabiduría es el temor de Yahvé y la ciencia del Santo es la in-teligencia, pues por mí se multiplicarán tus días y se aumentarán los años de tu vida.

Y al alzar sus manos el beato, las puso en mi cuello pecador y comenzó a llorar tristemente y, regalándome dulces besos, comenzó a hablar:

—Hijo mío, querido, luz de mis ojos y consuelo y guardián de mi vejez. ¡He aquí la hora de nuestra despedida; hete aquí que ya el Monseñor me despide en paz! Por su palabra se cumplirá lo dicho: "eres polvo y al polvo tornarás". Pero tú, hijo, tú no te aflijas mirando mi disgregación porque este cáliz es para todos porque, si aquí nos despedimos, allá nos reuniremos nuevamente, donde ya no hay despedida.

Y al alzar sus manos veneradas y al ponerlas en mi cabeza, hablaba:

—Bendiciendo, te bendigo. ¡Bendito Dios, Señor, Él precipitará tu salvación y que, en lugar del terrenal, te dé el beneficio y el imperio celestial; que enderece tu camino que desciende del mío y que tengas inseparable mi oración de ti, aquí y allá, aunque sea pecadora!

Y yo, al dar de bruces ante sus venerables pies, hablaba con lágrimas:

—De muchos y grandes regalos tuyos me deleité, mi señor beato, Simeón. ¡Yo olvidé todo; yo pobre y maldito, me mez--clé con las bestias insensatas y me igualé con ellas siendo pobre en buenas obras, pe-ro rico en pasiones; lleno de vergüenza, privado de libertad por Dios; condenado por Dios, deplorado por los ángeles; burlado por las furias, desenmascarado por mi conciencia, avergonzado por mis obras viles. Antes de la muerte, muerto estoy y, antes del juicio, me juzgo a mí mismo; antes del tormento infinito, me atormenta mi propia desesperación. ¡Por eso caigo ante tus pies venerables y hago reverencia para que, quizás yo, el descarriado, reciba el alivio de tus oraciones venerables en aquella llegada terrible de Nuestro Señor Jesús Cristo!

Y cuando llegó el octavo día de este mes me dijo:

—¡Hijo mío, haz mandar por el padre espiritual y por todos los monjes ancianos venerables del Monte Sagrado, que vengan conmigo porque ya se aproxima el día de mi fin!

Y después de que fue cumplido su mandato, vino la multitud de monjes que, como las flores bienolorosas, también florean en este santo desierto. Cuando llegaron con él, se dieron la paz y la bendición recíprocamente y él no los dejaba irse y les hablaba:

—¡Quédense conmigo hasta que entierren mi cuerpo, después de cantar sus santas y venerables canciones!

Y el beato anciano, desde el séptimo día hasta el de la misma muerte suya, no gustó ni pan ni agua, sólo comulgaba todos los días con los santos y venerables secretos, con el cuerpo y la sangre de Dios y de nuestra Salvación, Jesús Cristo.

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El día undécimo de este mes vi cómo se preparaba para la partida y le dije:

—Oh, bendito señor Simeón. ¡He aquí que tu ida al reposo eterno ya se acerca! ¡Sí, escuché ya cómo bendijiste a tu herencia, pero dale tu última bendición ahora, otra vez!

Y él, alzando las manos, comenzó a hablar con lágrimas:

—Santísima Trinidad, nuestro Dios, te honro y te bendigo y te ruego: yo te represento porque, por tercera vez, estoy dando la bendición a mi herencia. Señor Todopoderoso, Dios de nuestros padres Abraham, Isaac, Jacobo y de la semilla justa, protege y fortalécela en el reino que fue mío; que el apoyo de la Santísima Virgen y mi oración, aunque pecadora, estén con ella desde ahora y para siempre. Y el mandamiento antiguo les estoy dando: ¡que os améis los unos a los otros como yo os he amado! Y si alguien renuncia a lo que le mandé, ¡que la ira de Dios se lo traguen a él y a su semilla!

Y yo, en todo esto, dije:

—¡Amén!

Y cuando llegó el duodécimo día de este mes, dijo:

—Hijo mío, tráeme a la venerable Virgen, porque tengo el legado de expirar ante ella.

Y cuando fue cumplido su mandato y cuando llegó la noche, dijo:

—Hijo mío, haz el favor, ponme la sotana que es para mi entierro y prepárame todo de santa manera, así como voy a yacer en la tumba. Y tiende la estera en el suelo y ponme en ella y coloca la piedra debajo de mi cabeza para que esté acostado ahí hasta que me visite el Señor y me tome de aquí.

Y yo cumplí lo que me mandó.

Y todos nosotros estábamos mirando y llorábamos amargamente, viendo en este beato anciano la indecible providencia Divina. Porque igual como pidió a Dios y Dios se lo dio aquí, en su reino, así no quiso privarse ni en ese momento de ninguna cosa espiritual; Dios le cumplió todo. Porque, en verdad, hermanos míos queridos y padres, era milagro ver cómo aquél a quien todos temían y por quien temblaban todos los reinos, ahora éste se ve como un forastero pobre, envuelto en la sotana, acostado en el suelo, en la estera, y con la piedra debajo de la cabeza y todos le están haciendo reverencia y él, afligidamente, suplica a todos el perdón y la bendición.

Y cuando comenzó la noche, después de que se despidieran y fueran bendecidos por él, todos se retiraron en las celdas para hacer los oficios y descansar un poco. Y yo y un hierofante que dejé conmigo nos quedamos con él toda la noche.

Y cuando llegó la medianoche, el beato anciano se apaciguó y ya no hablaba más.

Y cuando se hizo la noche, después de que todos se despidieran y se hiciera el oficio eclesiástico, de pronto se iluminó el rostro del beato anciano y, al levantar la mirada hacia el cielo, dijo:

¡Alabad a Dios en su santuario,

alabadle en el firmamento de su fuerza!

Y yo le dije:

—¿A quién ves y hablas?

Y él, dirigiéndome la mirada, me dijo:

¡Alabadle por sus grandes hazañas,

alabadle por su inmensa grandeza!

Y, después de decir esto, de pronto exhaló su espíritu y expiró en el Señor.

Y yo, al caer ante su rostro, lloraba amarga y largamente y, al levantarme, le agradecí a Dios por haber presenciado tal fin de este reverendísimo varón.