La Jornada Semanal,   domingo 15 de enero  de 2006        núm. 567

P O E S I A

PRESENCIA Y PREDICACIÓN

Enrique Héctor González

Javier Manríquez,
Cuaderno de San Antonio,
UABC/Praxis/Cuarto Creciente,
México, 2005.

Si algo, en efecto, permite asociar entre sí a textos como Piedra de sol, Canto a un dios mineral y Muerte sin fin, por sólo mencionar tres de los poemas largos (y de altura) más relevantes de nuestra tradición poética, es esa impresión de infinitud, de vértigo lento, de quietud que se desplaza en la nave del verso como un amor que no termina de deshacerse.

Y de amor es que trata Cuaderno de San Antonio, de Javier Manríquez (1953), poeta de obra escasa e intensa. ¿Pero de qué sentimiento estamos hablando? Sin duda no del amor reducido a un cuerpo o asociado con la tradición romántica de ser sólo en el otro, esa pasión elevada o alevosa de que tanto y con tanto esmero tienen que hablar siempre los poetas. Ni siquiera es el amor de rango cósmico o mítico que encarna en los cuerpos de los amantes del poema de Octavio Paz. En Manríquez, como en Rulfo, el amor está lleno de palabras enterradas y huesos que ceden a la íntima presión de una frase que fractura el silencio.

Cuaderno de San Antonio es un poema en once partes y un final que se escuchan en la página con la intacta resonancia de doce horas de lluvia sobre la tierra húmeda. Manríquez lo había publicado hace más de veinte años luego de que, con él, se hiciera acreedor al Premio de Poesía Leopoldo Ramos; pero, como suele ocurrirle a esos autores que escriben con el ritmo de la estalactita, no había perseverado en la idea de darle a su obra el soporte que se merece. Es apenas ahora que, debido a la cordial intercesión de Dante Salgado, el texto vuelve a aparecer, mucho mejor editado y en versión bilingüe.

Manríquez entiende la poesía de la manera más tradicional: se trata de nombrar las cosas, de nimbar la creación a partir de una creación sucedánea que le devuelve —a la realidad alumbrada por el texto— otro rostro, una nueva señal de vida. De esta manera, predomina el sentido nominal de las cosas: antes que la oración, la frase; la presencia antes que la predicación. El doble significado de este último término (el profético y el gramatical) puede resultar ilustrativo de lo que ocurre con la poesía de Javier Manríquez. En Cuaderno de San Antonio prevalece la sensación de una realidad que no existe sino en sus propias palabras, cuyo referente se ciñe tan íntimamente a su enunciación que entonces no hace falta decir nada de él, contarnos cómo llueve cerca de La Paz (que es donde está el San Antonio del poeta) o quién es Alja, ese fantasma al que primeramente le habla el poema en su vocación vocativa.

"Quemaban los lenguajes./ Una calandria frágil/ cruzaba/ el mediodía", termina diciendo la segunda parte de Cuaderno de San Antonio, y uno recupera en estos versos, junto con el poeta, no sólo el aire de una memoria que, por cierto, nada más a él le pertenece, sino la gregaria necesidad de acudir a nuestros propios cuadernos y recuerdos, a esas voces personales e íntimas a las que se vuelve siempre cuando la broma de la realidad nos ensombrece, cuando nos hace falta la poesía para lo único que sirve: para obstinarnos en nuestro propio ser.