La Jornada Semanal,   domingo 8 de enero  de 2006        núm. 566
 

Leonardo Compañ Jasso

Elena Garro
y el tiempo suspendido

Al principio, cuando todavía no leía la novela, Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, el título me evocaba las antiguas pulquerías de la capital. Ésas cuyos nombres tanto despertaban la curiosidad de don Alfonso Reyes. Por cierto, no he logrado leer el ensayo que prometió en una nota de uno de sus libros sobre literatura mexicana. No sé si exista, pero ahora que he leído la novela de Elena Garro, lo necesito especialmente para explicarme cómo pudo llegar, desde su ilustración, al punto en que extrajo el nombre de la pulquería su anónimo descubridor, a quien no imagino letrado ni, mucho menos, cultivado por y en las letras. Lugar del inconsciente colectivo mexicano donde todavía abrevan los rockeros para bautizar bandas como Café Tacuba, Maldita Vecindad, Haragán y Compañía, Cuca, La Lupita, Eskorbutines, La Bolonchona, La Tremenda Korte, Botellita de Jérez, Kristos y los Musiketes y otros más. O bien, de donde los luchadores sacan nombres como Zokar, Pancho Tequila, Karonte, Sansón el Elegante, Rey Hechicero, la Parka, Mystico, Compadres del Diablo, Diana la Cazadora, Monje Negro y otros de semejante colorido.

Ahora bien, no es lo mismo llegar sin conciencia a este sitio del inconsciente colectivo mexicano que hacerlo desde una conciencia no sólo histórica sino poética, como es el caso de Elena Garro. En aquel supuesto, la figura, entendida al modo de Wittgenstein, en tanto forma o estructura del pensamiento frente al mundo, se impone precisamente por la inconciencia. En el otro, en el de Elena, la figura es un medio, un artefacto, para comunicar una interpretación del mundo y reelaborar la realidad como resultado del cuestionamiento y de la observación.

Y en esto observo una coincidencia cualitativa —no formal, no de estilo— entre Los recuerdos del porvenir y el "Primero Sueño" de Sor Juana Inés de la Cruz. Ambos, guardadas las debidas distancias de época, tema, género literario y demás, se hallan en intempesto y provienen de planteamientos que, si buscamos situarlos, son de índole filosófica. Y por "filosófico" hay que entender, en esta comparación, el propósito de explicar un hecho, o un fenómeno, que inquieta por su permanencia e inmovilidad pese a las circunstancias. Un hecho, o fenómeno, que sin ser trascendente, sino bastante terreno, no cambia aun cuando existe un aparente movimiento, cual paradoja matemática planteada por Lewis Carroll en Alicia en el País de las Maravillas, en que la Reina de Corazones y Alicia deben correr muy rápido para conservarse en el mismo lugar.

Y cuando hablo de "intempesto" considero la clasificación isidoriana de las horas que habitan cada día y, principalmente, cada noche de los tiempos novohispanos, tan medievales como fingidamente modernos. Tiempos que, según pintan los acontecimientos, siguen rigiendo nuestra imaginación, nuestra memoria y, lo más preocupante, nuestra ideación y modo de pensar. Es decir, ese totum subjetivo al que solemos llamar idiosincrasia.

Si en el caso de Sor Juana esta idiosincrasia puede componer el fondo de su cosmovisión poética, determinada por el tiempo y el espacio, en el de Elena Garro aparece tal cual, descontextualizada, cual si fuera una muestra aislada para la investigación científica. Claro es que a Elena no le importa acceder a una explicación causal, sino retomarla para verter literariamente su saber sobre México y, de este modo, constituirse en testigo de su historia cumpliendo con su deber de erigirse en cronista de su país, como sugería Alejo Carpentier a todo escritor latinoamericano. Ser, ella misma, una "istor", en el sentido antiguo de esta palabra griega; alguien que sabe y lo sabe narrar.

En Los recuerdos del porvenir, la istor Elena sabe que el tiempo en México se halla en intempesto y que, por ende, su historia transcurre como recuerdo, o como sueño. Consideremos que en Isidoro de Sevilla el intempesto "es el espacio medio e inactivo de la noche, cuando no puede hacerse nada y todo descansa entregado al sueño. Y es que el tiempo no es concebido por sí mismo, sino a través de los actos humanos... se dice ‘intempesto’ porque carece de tiempo, es decir, de actividad". Así, Los recuerdos del porvenir son la historia de un México que transcurre en la inacción, o bien donde los actos se desenvuelven sin ningún resultado, tal cual si no existieran, o hubieran existido. De aquí que su noche no sea, propiamente, un sueño sino una pesadilla. En la segunda parte, sobre todo desde el capítulo VI, Elena nos refiere una fiesta que, como en la película El ángel exterminador de Luís Buñuel, la alegría y el bullicio se convierten en tedio, angustia, desesperación e impotencia, pues el militar en cuyo honor se realiza ordena que nadie salga de ahí hasta que vuelva y, cuando regresa, se dedica a arrestar a los invitados.

Si a lo que dice Isidoro de Sevilla le agregamos lo que apunta Cervantes de Salazar en el primer diálogo de su México en 1554 comprenderemos, en cierto modo, el intempesto mexicano del que da cuenta Elena, pues el tiempo está compuesto por horas hábiles destinadas a los asuntos públicos, entre los que se encuentran tanto la resolución de controversias judiciales como la impartición de las cátedras. Aunque en el México colonial se colocó un reloj para estos efectos en el edificio que hoy ocupa el Nacional Monte de Piedad, del lado donde está la calle de Tacuba, nunca pudo marcar el tiempo y se mantuvo, propiamente, en intempesto. De tal modo que se transformó en un tiempo de cúpulas y oficios eclesiásticos, de rezos y consagraciones a la eternidad celeste y angélica, circunstancia que explica la inclinación religiosa del pueblo de Ixtepec, en Los recuerdos del porvenir. "Sentado al pie de la buganvilia se sentía poseído por un misterio blanco, tan cierto para sus ojos oscuros como el cielo de su casa." Es Martín Moncada, padre de Juan, Nicolás e Isabel, que desempeñarán un papel relevante en la segunda parte de la novela, básicamente referida e la guerra cristera.

Sólo en un tiempo suspendido, de reloj que no marca los asuntos públicos ni los distingue de los eclesiásticos, los recuerdos son del porvenir; le pertenecen, en lo no vivido. "A medida que creció, su memoria reflejó sombras y colores del pasado no vivido que se confundieron con imágenes y actos del futuro, y Martín Moncada vivió siempre entre esas dos luces que en él se volvieron una sola."

En Los recuerdos del porvenir el tiempo todavía no llega; únicamente permea la melancolía y el terror, el paso irremisible de las mismas horas, bajo la bota de un militar. "El tiempo era la sombra de Francisco Rosas... Las gentes trataban de acomodar sus vidas a los caprichos del general." De aquí que para Martín Moncada "el porvenir era un retroceder veloz hacia la muerte y la muerte el estado perfecto, el momento precioso en que el hombre recupera plenamente la memoria."

Hay, no obstante, un resquicio por donde a veces se cuela el tiempo y el acto hace estallar con su luz el hueco coagulado de la oscuridad intempestiva. Ese resquicio es el amor. La revolución, o el extranjero, son efímeros. El amor, por su parte, reivindica, o hunde; trastoca la parálisis temporal, o la reafirma, la congela en el sopor de una esperanza inconclusa que es, al fin y al cabo, esperanza y que, como tal, se hace manifiesta en el destino. "¡El porvenir! ¡El porvenir! ... ¿Qué es el porvenir?", dice Elena desde Martín Moncada. Y se responde, desde su novela, la muerte, o la vida. Muerte, cuando se cuaja el amor no correspondido en la esperanza. Vida, cuando quiebra, en su impulso erótico, al no tiempo del intempesto. Francisco Rosas, el general, el "Comandante Militar", asesina porque no es correspondido por Julia. "Y con disimulo los demás clientes de la Cantina desaparecían poco a poco." "Si gana es que Julia no lo quiere; por eso se pone tan embravecido, decíamos con regocijo..." Afortunado en el juego, desafortunado en el amor. Asimismo le ocurre a Isabel Moncada, que ama al general Rosas y se entrega a él creyendo que puede evitar el fusilamiento de su hermano, por participar con los cristeros. Isabel, cuya carta da el nombre a la novela: "Cuando venía a pedirle a la Virgen que me curara del amor que tengo por el general Francisco Rosas que mató a mis hermanos, me arrepentí y preferí el amor del hombre que me perdió y perdió a mi familia. Aquí estaré con mi amor a solas como recuerdo del porvenir por los siglos de los siglos." Sólo le faltó decir "amén" para ligar a Porfirio Díaz y a Calles, "el gobierno", con su amor a Francisco Rosas, que representa esta continuidad. "Pero los generales traidores a la Revolución instalaron un gobierno tiránico y voraz que sólo compartía las riquezas —nos dice Elena Garro en la primer parte de su novela— y los privilegios con sus antiguos enemigos y cómplices en la traición: los grandes terratenientes del porfirismo."

Pero el amor también reivindica, cuando hay correspondencia. Julia, que no ama al general Rosas, huye con el forastero, con el extranjero; al menos, queda la esperanza para el lector, pues Elena Garro, con un recurso realmente admirable, congela la imagen donde está a punto de desenvolverse de manera trágica el amor entre Julia y el forastero para cambiarla. Hay, a decir verdad, un despliegue de discurso cinematográfico, utilizado en películas como Matrix, pero colocado desde 1963. Al final de la primera parte del libro, Elena irrumpe colocando en suspenso la escena para arrojar, dentro del hueco sombrío del intempesto ixtepequeño, o mexicano, la luz de un solo plumazo: "Llegué a un lugar donde los grillos están inmóviles, en actitud de cantar y sin haber cantado nunca, donde el polvo queda a la mitad de su vuelo y las rosas se paralizan en el aire bajo el cielo fijo. Allí estuve... Al salir de la noche —Julia y el forastero— se perdieron por el camino de Cocula, en el resplandor de la luz rosada del amanecer."

Mas el amor entre Julia y el extranjero es una metáfora de la fidelidad a los ideales revolucionarios; sobre todo, zapatistas. Precisamente cuando Elena alude a la llegada del forastero a Ixtepec da cuenta de cuando la Revolución "estalló una mañana y las puertas del tiempo se abrieron para nosotros". Es decir que quienes la traicionaron, cerraron las puertas y conservaron el no tiempo. No en balde, dice Elena, que "cada seis años la Patria cambia de apellido". O bien, que entre "los porfiristas católicos y los revolucionarios ateos preparaban —con la guerra cristera— la tumba del agrarismo". Y es que la Revolución trae con su fuego la luz del acto, la liberación del temor. "Yo siempre he tenido miedo. Quizá hoy es el día que he tenido menos porque tengo algo real que temer." La Revolución rasga el tenue velo del sueño, o de la pesadilla, con la realidad; traspasa las sombras y la fealdad de "un mundo irreal" e ilumina con el amanecer "el mundo verdadero". Y si hace un momento dijimos que la revolución es transitoria, efímera, se debe a que Elena Garro no creía en la capacidad de los gobernantes para llevarla a cabo; en su fidelidad con el amor, agregaríamos, a la Patria. He aquí el motivo por el cual la historia de México es un intempesto infinito hecho a base de traiciones a la Revolución mexicana.

Por lo mismo, no cabe decir que el personaje central de la novela de Garro sea Isabel Moncada, sino el pueblo, Ixtepec, al que cabe traducir como cerro del rostro o, quizá, del espejo. "’¡Niña, ya no te contemples más en el espejo!’ le ordenaban los mayores cuando era pequeña —escribe Elena sobre su personaje Conchita Montúfar, que es viuda— ; pero no podía impedirlo; su propia imagen era la manera de reconocer el mundo. Por ella sabía los duelos y las fiestas, los amores y las fechas. Frente al espejo aprendió las palabras y las risas." Posiblemente nosotros, los lectores, nos reconozcamos en esa imagen de México que, por una parte, es un pueblo todavía conservador, cercano a un orden feudal donde los mestizos no saben trabajar el campo y desprecian a los indios y, por otro lado, una ciudad en ciernes, un gigantesco poblado semiurbanizado por los gobiernos, que puede cambiar por una Revolución.