Usted está aquí: domingo 13 de noviembre de 2005 Opinión Cambio y riesgo en la globalización: reformar las reformas

Rolando Cordera Campos /II

Cambio y riesgo en la globalización: reformar las reformas

Los descalabros de nuestra política internacional han sido muchos y graves, pero tal vez ninguno como el de Mar del Plata, en ocasión de la Cumbre de las Américas. Ahí se llevó al extremo la persistente incomprensión que ha acompañado a la sociedad mexicana y a sus gobiernos respecto del sentido de las mutaciones estructurales e institucionales realizadas o intentadas en los últimos 20 años. El propósito de estas entregas es contribuir a una revisión del curso reformista adoptado y que el actual gobierno parece haber convertido en dogma de fe que lo ha llevado a acometer cruzadas en su defensa, que han redundado en confusión doméstica y ridículo internacional.

Muchas reformas se hicieron para globalizar a México. Todas ellas modificaron más o menos radicalmente las relaciones del Estado con el resto de la sociedad y con el nuevo orden global que emergía. La reforma política alcanzada casi al final del siglo y del ciclo posrevolucionario, junto con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1993, coronaron estos empeños.

La economía y la política responden ahora a otros códigos, y si bien sus imperfecciones e ineficiencias pueden todavía atribuirse a los ecos del viejo régimen, que vive y colea sin duda, en lo fundamental deben entenderse como fallas y defectos de los nuevos arreglos: fallas del mercado, pero también fallas de un Estado que no acaba de definir su perfil ni ha dado lugar al surgimiento de un nuevo orden democrático que le dé sentido y coherencia a tanto cambio.

La primera reforma, que arranca en 1985 en medio de la crisis económica y de los efectos del sismo que abatió al país ese año, buscó redimensionar el sector público y redefinir el papel del Estado en la economía. De ella emanaron las drásticas y apresuradas revisiones de la política de protección comercial y las privatizaciones, la reprivatización bancaria, las nuevas reglas de apertura a la inversión extranjera directa y la reforma del artículo 27 de la Constitución para liberar la tierra ejidal y comunal. Bajo el credo de la reforma económica, se quiso justificar el retraimiento de la inversión pública que ahora todos lamentan, incluso quienes soñaban con una economía donde todo quedara a cargo del mercado y de la inversión privada, por definición y canon, siempre más eficiente y racional que la pública.

La segunda reforma apuntó a los tejidos políticos del Estado posrevolucionario y pretendió llevar a éste a una nueva etapa: a una democracia representativa que pudiese recoger la pluralidad social e ideológica y diese un cauce productivo y renovador a los conflictos y pugnas distributivas y por el poder que son propias de las sociedades complejas. Evadir el "México bronco" del que habló Reyes Heroles y darle un sentido progresivo a su socorrida frase de que "el que resiste apoya".

Pero llegó la alternancia y mandó a parar. Debía haber quedado claro que las reformas no habían considerado sus graves implicaciones secundarias ni observado una secuencia congruente con las dislocaciones estructurales, sociales y regionales que inevitablemente propiciarían, pero en vez de ello el gobierno del cambio creyó que el éxito económico y político del año 2000 podía perpetuarse.

El presidente Fox hizo bien en reconocer en una entrevista con Joaquín López Dóriga que antes de él siempre sí había historia. Ya era hora, pero sus dichos de campaña, que se extendieron a lo largo de su gobierno, mucho daño hicieron al entendimiento político que tanto requería su gestión para ser la auténtica inauguración de un nuevo régimen.

No se puede andar por el país y el mundo proclamando que se vive el año cero de la República ("los 70 años perdidos"), y luego lamentar los efectos de tal despropósito y echarle la culpa al Congreso ¡por no aprobar la continuación de unas reformas decididas y hasta impuestas por el "viejo régimen"! El resultado está a la vista: una economía en estado de hibernación, cuotas impresentables de pobreza y concentración de la riqueza y el ingreso, y un sistema de partidos que no ha podido generar una vida parlamentaria productiva en términos de políticas, leyes y cooperación pluralista. Al desplomarse el centro del presidencialismo autoritario y no encontrar un sucedáneo efectivo en un presidencialismo democrático, el sistema político se debate en la indefinición y ha caído en un paréntesis corrosivo de la vida pública, acosada por la emergencia sin concierto de todo tipo de pugnas distributivas, por una lucha descarnada por el poder y por discursos inspirados en la antipolítica: descalificación a ultranza de los partidos; promoción a diestra y siniestra de convocatorias oligárquicas; reducción del debate a un concurso de personalidades; sustitución del análisis y la reflexión discursiva por la encuesta y la mercadotecnia; negación del derecho amparada en la exaltación de la justicia; sometimiento de la justicia social so pretexto del estado de derecho. Lo peor: relegamiento del desarrollo al último lugar de la agenda pública.

El curso reformista tiene que ser sometido a un examen riguroso y sin concesiones. Toca hacerlo a los aspirantes a presidir el país a partir del año entrante, pero queda a los intelectuales y a los medios de información, así como a las organizaciones de la sociedad civil, hacer de esta necesidad una exigencia perentoria, una condición de existencia y ampliación de la democracia mexicana.

El Estado moderno, con su economía abierta y de mercado, y su democracia infantil, no puede reproducirse sin reformas que empujen el cambio y sin instituciones que lo encaucen y acumulen sus frutos. Es precisamente por esto que las reformas deben estar siempre bajo escrutinio por parte de la sociedad para ser revisadas y, como es nuestro caso, reformadas.

 
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