Usted está aquí: martes 25 de octubre de 2005 Opinión Batalla en el cielo

Teresa del Conde

Batalla en el cielo

Esta película presupone, por parte de su autor, un conocimiento anticipado de lo que quiso alcanzar en cuanto a imágenes. A diferencia de lo que sucede con Japón, la ópera prima del cineasta Carlos Reygadas, su segundo largometraje, muy discutido por los efectos que suscitó en Cannes, no llega a alcanzar el nivel poético-narrativo que muchos encontramos en la primera, realizada con poco presupuesto, en blanco y negro.

Aquí Batalla en el cielo no ha tenido éxito de cartelera, salvo entre los entendidos, pero revela, en mayor medida que Japón, recursos que sorprenden y que marcan un hito en la cinematografía contemporánea. No me refiero a esos vacíos que equivalen a silencios en los que la pantalla queda oscura, sino al uso dado a determinados elementos. Por ejemplo a la reproducción del cuadro, sea de Giovanni Bellini, que de su escuela (a finales del siglo XV) cabeceando la cama en la que el principal protagonista, Marcos, y su obesa y fellinesca esposa, hacen el amor en una escena que no por grotesca está privada de una ternura que el cuadro sublima.

Al inicio de la cinta, la joven Ana depara una fellatio a Marcos, su guarura y chofer, actor que sin serlo profesionalmente, brinda extraordinaria actuación. Lo primero que de Ana vemos es una cabellera grumosa, confundible con la de la anciana de Japón. Sólo cuando la cámara revierte la escena, el espectador percibe la belleza de la muchacha, con el pelo modelado al estilo rastas. Ella es dueña de un negocio conocido como La boutique, denominación adecuada para el tipo de transacciones allí realizadas. Con la misma escena termina el filme y entre las dos se desarrollan las batallas en el cielo.

¿Qué cielo? ¿El cubo blanco, super-ascético, de Yves Klein? ¿El cielo que vemos cuando el protagonista trepa a los peñascos y ve el paisaje desde una cúspide que le proporciona amplio espectro? Allí hay dos cruces, una vernácula en la que se agita algo así como un jirón atrapado; la otra, de doble travesaño, es una cruz cardenalicia o patriarcal. La cima la ocupa la primera. ¿Hay allí alguien recientemente enterrado? A propósito, el autor nos deja lugar a la conjetura.

Jaime es el novio de Ana y el departamento minimalista que comparten está equipado con alta tecnología. Hay allí dos reproducciones de cuadros: el primero corresponde a Muchacha con sombrero rojo, de Vermeer de Delft (ca. 1665), uno de los más apreciados maestros holandeses, que murió hacia los 42 años, dejando una viuda con siete hijos y considerables deudas.

Ese cuadro ha causado discusión porque presentó un problema: al ser examinado con rayos X, se encontró que hay otro que le subyace y corresponde a un hombre. ¿Tiene eso algo que ver con la elección de la imagen?, ¿fue real lo que acontece en esa secuencia? La cámara se detiene ante un minúsculo caballito de Stubbs, que después se amplía al tamaño de la pantalla.

Marcos sale del lujoso departamento al tiempo que Jaime llega con el periódico que ha ido a comprar y utilizando el lenguaje telegráfico de las juventudes doradas le dice: ''ay te ves, p. Marcos". ¿Es Jaime cómplice?, en realidad parece que poco importa.

No hay que buscar obviedad ni narración lineal en estas batallas (título derivado de un cómic). La escena en la estación del Metro, auténtica coreografía, capta ancianos con problemas -uno porta en la mano su sonda y su bolsa de orina, otro va en silla de ruedas, etcétera- mientras a contracorriente dos grupos escolares de niñas y niños con uniforme de escuela secundaria se cruzan.

Allí Marcos y su esposa, monosilábicos, ¿comunican? que un bebé, por ellos raptado a su pobre vecina, ha muerto accidentalmente. Manejan un pequeño tianguis en el que venden pasteles redondos (uno es adquirido por cierta mujer) relojes Kukú, y otras baratijas de fayuca. No viven de eso: el patrón de Marcos es un general y él presta sus servicios como chofer y portero de Palacio Nacional.

Las escenas allí filmadas, en las que se toca la marcha cordobesa, con los detalles del asta bandera (los colores nacionales aparecen en cierto momento invertidos), provocan asombro e inquietud. Uno se pregunta si el autor juega con los sentimientos de sus espectadores de este mundo globalizado. Otra escena muestra una llave de agua corriente, interrumpiendo la textura blanca del muro descarapelado. Pero la más inquietante corresponde a los cuerpos desnudos de Marcos y Ana, vistos en picada, como si estuvieran en el quirófano o la morgue, escrutinizados por la cámara e inmóviles, como si de robots o clones se tratara.

Las escenas en la Basílica de Guadalupe, preludiadas por las peregrinaciones, completan el cuadro de la principal protagonista: la ciudad de México. La formidable partitura musical (Bach en la gasolinería, por ejemplo) es de señalarse de manera especial.

 
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