Usted está aquí: jueves 13 de octubre de 2005 Opinión Los niños de Morelia

Olga Harmony

Los niños de Morelia

En 1937, el gobierno del general Lázaro Cárdenas acoge en México a cerca de 400 niños españoles que llegaron a Veracruz desde Burdeos en el buque Mexique, primera avanzada del exilio español y que serían conocidos como ''los niños de Morelia" por ser en la capital michoacana en donde finalmente se asentaron. Ya desmitificada su estancia en el internado México-España -que consistía en dos edificios que albergaban escuelas religiosas requisadas por el gobierno al efecto- se conoce la severa disciplina militar, el bajo nivel académico que su enseñanza tuvo el primer año de su vida en México, las plagas que trajeron de un país en guerra y de su travesía, de la que no fueron protegidos hasta 1938, (aunque en una ''dictadura sui generis" a decir del nuevo encargado, Roberto Reyes Pérez, que privilegió el control sobre la enseñanza), los talleres que tuvieron en este primer experimento de educación socialista que no prosperó y su abandono por las autoridades del exilio español, amén del que sufrieron por el gobierno mexicano, aunque la sombra protectora del general Cárdenas se mantuvo aun en plena época avilacamachista.

También se conoce la rebeldía de estos niños y adolescentes, la mayoría de seis a 12 años, que durante su primera época chocaron con la conservadora sociedad moreliana -y los debates que prensa y ánimo conservadores se dieron, destacando el furibundo discurso de Manuel Zorrilla, ante la protección que se brindaba a niños extranjeros y ''rojos"- en que las culpas se repartieron, pues los chiquillos exiliados apedrearon y tuvieron otras faltas de respeto a las iglesias de Morelia, en recuerdo de la guerra civil en la que el clero se soliviantó contra la República. Muchos datos hubo de su actitud contestataria ante el autoritarismo de la institución, que sería prolijo relatar.

Con estos elementos, y con base en las múltiples voces del recuerdo, Víctor Hugo Rascón Banda armó un texto testimonial en que no se identifica cada uno de los casos, sino que se escuchan varios, unos dichos por los niños en tanto niños, otros por adultos que rememoran, orquestadas todas para dar certeza de lo acontecido. Así, el azoro por el multitudinario recibimiento, su afirmación de no ser huérfanos y la añoranza por los padres, el regocijo ante los modos peculiares al habla de cada pueblo y la burla al exceso de cortesía mexicana, el dolor por el compañero electrocutado Francisco Nevat Satorres -que pronto se convertiría en furia contra las autoridades- los juegos y las canciones republicanas, en un mosaico que el autor en principio escribió para actores niños y actores viejos, pero que el director Mauricio Jiménez resumió con cinco jóvenes actores y actrices, dos españoles de la asociación La Jarra Azul (Ada Cusidó y Oscar García) y tres mexicanos del colectivo Conjuro Teatro (Dana Aguilar y Héctor Hugo Peña a los que se suma Diana Fidelia, esta vez libre de los estereotipos a que parecía condenada y que muestra su versatilidad sobre todo en la escena de la vieja española consagrada a la Iglesia). En esta producción que hermana a España y México (y que ya fue llevada a Madrid en el contexto del homenaje a Lázaro Cárdenas) al director mexicano se suman los también nacionales Sonia Flores como responsable de la iluminación y Teresa Alvarado del vestuario, y los españoles Germán Chamorro y Cristina Cazorla en diseño de imagen gráfica y prensa, respectivamente, quedando en la producción ejecutiva la mexicana Tatiana Maganda y la española Olga Bel.

El fino entretejido que Rascón Banda da a los múltiples testimonios hasta lograr que el de uno parezca el de todos, tiene su correspondencia en la escenificación casi abstracta del director, a base de expresión corporal y buena dicción, que se reviste de humano dolor en los monólogos de recuerdo que Rascón Banda intercala y que aquí se dan como salidos del sueño -los actores simulan dormir en poses muy difíciles, en que claman por las madres y se quejan- aun en el diálogo que un niño tiene con el viejo que será, premonitorio del futuro. Los cinco marchan, miman los talleres, juegan a los juegos de su país natal, se enardecen con el puño en alto, cantan las canciones republicanas y explican su abandono, su incomprensión ante el país que los acogió por dos meses que se convirtieron en años -para algunos toda la vida- y la incomprensión hacia ellos de la sociedad que los rodea en este conmovedor montaje.

 
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