La Jornada Semanal,   domingo 2 de octubre  de 2005        núm. 552
 

La Magnífica Dama Oval
Mercedes Iturbe

Con su figura menuda, su extrema delgadez y esa finura de rasgos y de modos que me hacen percibirla como un ser casi volátil, Leonora Carrington me recibe en su casa con delicadeza y sencillez. Me pregunta en qué espacio quiero sentarme para iniciar nuestra conversación y ambas optamos por la cocina en donde tomamos té y conversamos por varias horas. La mitología envuelve su espíritu y, a partir de esa esencia en la que los símbolos, los sueños y la magia están presentes, tejemos una charla en la que se mezclan, como en la alquimia, épocas, familia, el universo femenino, las religiones, el psicoanálisis y, desde luego, el surrealismo que es para la artista la forma de mirar la vida y de donde deriva su oficio de pintora y de escultora como necesidad esencial. Ella manifiesta su afinidad con el surrealismo como un estado del espíritu que no se puede explicar y que simplemente es.

La Leonora de hoy no está lejos de aquella jovencita esbelta, amante de los caballos, de los cuentos de hadas y de las fantasías. La temprana inquietud que desarrolló por el conocimiento profundo de las cosas la condujo, de manera natural, a rebelarse frente a los sistemas establecidos que le impedían sus objetivos. La rebeldía juvenil de Leonora estaba claramente sustentada en una imperiosa necesidad por intentar acercarse a todo aquello que no está a la vista de los humanos y que es necesario descubrir a través de la reflexión y del discernimiento. Desde pequeña, su espíritu estuvo habitado por la preocupación por la justicia y de ahí otro aspecto de su rebeldía frente al mundo y a la sociedad que la rodea. Siempre fue consciente del poder del hombre y de la marginación de la mujer y desde su posición ha luchado, a su manera, en contra del desequilibrio y de la injusticia, intensamente comprometida con la causa del feminismo.

Leonora expresa con toda claridad su curiosidad enorme por el saber y lo identifica como una pulsión provocada por la angustia. Recuerda que la curiosidad mató al gato y la satisfacción lo revivió y ella misma se coloca en la piel del gato.

Sus poderosos intereses relacionados con el mundo esotérico, el arte, las prácticas espirituales budistas y la mitología la acercaron a aquello que buscaba de manera intuitiva: el surrealismo, camino que la reafirmó de manera importante durante los años de convivencia con el pintor Max Ernst. Ella con su Caballo Blanco, quizás en recuerdo de la antigua Epona de Gales —figura equina asociada a los valores maternales y femeninos originarios, antes de que el caballo se convirtiera en algunas culturas en un emblema de lo masculino— y, por otro lado Ernst con su Ave Superior logran, como pareja, una poderosa identificación simbólica. Leonora encuentra en aquel momento su identidad artística a través del surrealismo.

"Siempre me fascinó de los caballos su facultad de mover un pedacito de piel para espantar a las moscas, sólo un pedacito; esto lo intenté mucho pero nunca pude, me da envidia el control increíble que tienen los caballos de su piel", expresa la artista enamorada desde pequeña de los caballos.

Al término de aquellos años intensos, felices y dramáticos en los que Leonora radica en Francia en compañía de Max Ernst, viene una época muy difícil para la artista cuando es recluida en una clínica para enfermos mentales en España. Como siempre, tiene la capacidad de darle la vuelta a las circunstancias fatídicas y logra escapar de aquella pesadilla. Algunos años después publica el libro Memorias de abajo que, además de ser de un magnífico y estrujante testimonio de aquel encierro forzado, es el resultado de su enigmática fuerza creadora que le permite liberarse.

Al abandonar el continente europeo pasa una temporada en Nueva York en donde conoce, entre otros artistas, a Marcel Duchamp, que forma parte de su grupo de amigos y por quien guarda un sentimiento de profunda admiración y simpatía. No se tomaba para nada en serio y era muy inteligente, dice Leonora.

Cuando la pintora llega a México, en 1943, se encuentra con intelectuales y artistas mexicanos y europeos radicados en México, con quienes establece una relación de amistad y complicidad que, poco a poco, la van alejando del surrealismo ortodoxo. Su pintura empieza a recoger los colores y la fuerza de las civilizaciones prehispánicas. En aquel momento conoce al fotógrafo húngaro Chiki Weisz, también establecido en México, con quien decide contraer matrimonio.

Surge una amistad íntima entre Leonora Carrington y Remedios Varo que dura hasta la muerte de Remedios; juntas se divertían haciendo experimentos culinarios. Quizá de ahí se desprende el hecho de que Leonora adoptara la cocina como un grato lugar para investigar la mezcla de pociones que le resultaban particularmente divertidas. En relación a esa complicidad lúdica que surgió entre Leonora y Varo, señala Janet Kaplan:

Utilizando la cocina como metáfora de sus herméticos empeños establecieron un vínculo entre las funciones tradicionales de las mujeres y los actos mágicos de la transformación. Ambas estaban interesadas en el ocultismo, estimuladas por la creencia surrealista en la ocultación de lo Maravilloso y por sus amplias lecturas sobre brujería, alquimia, hechicería, tarot y magia. En México encontraron una atmósfera fértil donde la magia era parte de la realidad cotidiana; yerberos ambulantes se detenían en las esquinas con muestrarios de semillas, insectos, camaleones, velas especiales, conchas marinas y paquetitos cuidadosamente envueltos con etiquetas misteriosas, como por ejemplo debilidad sexual, cosas empleadas en la práctica de la brujería por curanderas, brujas, espiritualistas, cuyo número sobrepasaba al de los médicos y enfermeras. México ejerció una vibrante influencia en Varo y Carrington, para quienes el poder de los conjuros y los augurios era ya sumamente real.

Ese peculiar humor de Leonora se vincula de manera clara con su oficio de pintora, que también es un laboratorio de fantasías coloreadas en cuyas atmósferas flota una realidad que se oculta en lo fantástico. Revisar su obra y atisbar su vida resulta el más importante testimonio sobre la congruencia que ha marcado su larga y productiva trayectoria. A lo largo de ese camino los aspectos esenciales de su búsqueda se mantienen intactos y fortalecidos por la sabiduría del tiempo. "Encuentro que la inspiración para pintar se beneficia de un estado mental bucólico y opaco, y de un estómago constantemente relleno, preferiblemente de comidas pesadas e indigeribles como el chocolate, las tartas, el mazapán […] Por eso pintaba cosas tan bellas cuando estaba embarazada, no hacía otra cosa que comer", dice Leonora.

En sus pequeños rincones la pintora lleva a cabo los rituales cotidianos de la existencia, las conversaciones con sus hijos, sus lecturas, el diálogo con sus animales y, desde luego, el encuentro diario con su trabajo.

Al lado de la pintura y de la cocina está también la literatura, impulso irrefrenable de Leonora que desde una época muy temprana se convierte en aderezo indispensable para su vida y para su obra pictórica. La escritura es, como su pintura, un reflejo fiel del pensamiento y del espíritu en el que el ensueño, el drama y el juego interactúan de manera continua.

De ese universo en el que se conjugan el surrealismo, las fábulas, los duendes y la magia, y del que la artista se nutre de manera cotidiana, se desprende, como algo natural, la presencia permanente del sentido del humor que ella considera algo que forma parte del organismo subterráneo.

El instinto, dice Leonora, es lo más poderoso que existe en el ser humano. Esta fuerte convicción de Carrington permite comprender su obsesión esencial, así como su acentuado interés por el contacto con Pablo y Gabriel Weisz Carrington, hijos de la artista, y de su marido Emérico Weisz.

Estos dos niños se convirtieron en una inmensa fuerza para su vida, en ellos volcó su instinto maternal, probablemente, compensando las carencias emocionales de su universo infantil.

Ese curioso mundo de su niñez en la mansión de Crookhey Hall, que tanto influyó en sus memorias y en el que la fascinación por los cuentos de hadas se mezclaba con una rigurosa disciplina —cuyo propósito esencial era convertirla en una impecable joven de la alta sociedad—, generó en ella un sentimiento contrario. Leonora se opuso desde su más tierna edad al claro objetivo familiar. El conjunto de situaciones que rodearon su infancia representaron prisión y misterio para esa niña dotada de una gran imaginación.

Probablemente el antecedente de su educación influyó de manera importante para que Leonora buscara en la educación de los pequeños Weisz Carrington libertad y afecto como principios esenciales. Cada uno de sus hijos optó en la vida adulta por un camino distinto. Pablo es patólogo en un hospital de Richmond, Estados Unidos, mientras que Gabriel se especializó en literatura comparada y en teatro y vive en la Ciudad de México. La vida de sus dos descendientes, inmersa en otros campos profesionales, no modificó, en modo alguno, la comunicación familiar. Para ella sigue siendo primordial el diálogo permanente con ambos y ellos también requieren del vínculo materno a través del contacto directo, pero también a través de la creación. Pablo se comunica con su madre con las palabras y con la pintura, y Gabriel con la palabra hablada y la palabra escrita. Los dos mamaron, como es natural, el universo fantástico de su madre y, como parte de ese diálogo amplio y generoso, los tres son capaces de expresar, simultáneamente y en lugares distintos, su propio lenguaje creativo. Cada uno logra comunicarse con el otro en la realidad y en la fantasía.

Mientras estos dos chicos se desarrollaron al lado de su permisiva madre, como ella misma se confiesa, su padre Chiki registró con la cámara fotográfica innumerables imágenes de ese mundo familiar.

En los dos últimos años, la artista realiza diez esculturas en bronce que, de acuerdo a su voluntad, se exhiben ahora en el Museo del Palacio de Bellas Artes en el marco de un diálogo de sangre. Ella quiso reunir las expresiones de sus seres más queridos al lado de su obra más reciente y mostrar así el universo de familia. Una conspiración amorosa en la que la artista se conecta con el mundo creativo de sus hijos Gabriel y Pablo y de su marido Chiki.

Su aparente fragilidad y su cuerpo, que de tan menudo pareciera elevarse, no le impidieron trabajar en la serie de esculturas que, al lado de su desbordada imaginación, requieren de fuerza, rigor y lucidez. Modelar estas diez figuras es la clara revelación de algo que ella aprecia mucho en todos aquellos que realizan diversos oficios manuales, como el carpintero, el ceramista o la tejedora, que tocan la materia con sentimiento y con amor.

En este conjunto Leonora deja, una vez más, constancia de su pasión por el mundo mítico en el que los seres mágicos y los animales ocupan un lugar sobresaliente. Una de las esculturas de más de dos metros de altura, titulada La casa de los espíritus, podría representar la puerta de entrada a este universo de familia en el que el espíritu de cada uno de sus miembros se conecta, pero también se multiplica en las otras presencias surgidas del bronce, de las pinturas y de las palabras de la artista esparcidas en el tiempo.

La figura encapuchada, cuyas manos de cuatro dedos casi se tocan, está hueca y en su interior se acomodan las hadas o pequeños duendes que se sienten protegidos por un manto-hogar. El espíritu llama y la puerta se abre hacia ese universo del prodigio inasible.

Un grupo de tres esculturas sin rostro llamadas Cuculati I, II y III sugieren la poderosa y enigmática fuerza femenina que aleja el maleficio. Estas figuras, cuenta Leonora, representan en la civilización celta los guardianes del hogar y de ahí la importancia que tienen para ella.

Dado que la artista me había contado el significado de Cuculati me atreví a preguntarle cuál había sido la inspiración original para las otras esculturas del conjunto. Me respondió que lo ignoraba por completo y que cualquier comentario que pudiera hacer al respecto sería algo falso o sin sentido. Frente a su comentario guardé un respetuoso silencio. Es evidente que no le gusta explicar su trabajo y corresponde al espectador encontrar los símbolos y significados de cada una de sus obras, todas imantadas de misterio.

Carrington acomoda su mente mítica y surrealista en estas magníficas esculturas que recogen varias de las presencias que seguramente la han acompañado en sus sueños y en sus reflexiones. Su escultura Mesa caníbal nos remite a una esfinge, quizá como la de la tradición griega en la que la esfinge simboliza también el enigma que la humanidad debe resolver provocando a la persona interrogada para permitirle descubrir el sentido de su existencia.

En una de nuestras charlas surgió en la plática el universo onírico y le conté a Leonora uno de mis sueños en el que la presencia amenazadora de las serpientes se vincula con un ritual de iniciación a la sexualidad.

Al concluir la narración ella abundó en sus comentarios sobre las serpientes y su gran fascinación por ellas. De pequeña tenía como mascota una víbora que un día su madre desapareció de su vista. Ella rescata en la serpiente los valores positivos y el arquetipo femenino que la caracteriza en ciertas culturas, madre original surgida de las aguas primordiales y materia fundamental con la que se construye el mundo. En Mesopotamia la serpiente es la diosa cosmogónica. En Creta, en la India y en otras culturas de Oriente la serpiente es también profundamente femenina, como lo podemos observar también en nuestra cultura prehispánica: Coatlicue, Gran Madre de los dioses.

Una de las esculturas de la exposición titulada Cobra-Cabra es la representación de una serpiente apoyada en una figura femenina en la que Leonora exalta los aspectos rituales y míticos de un animal que, con todas las connotaciones opuestas con las que ha sido observada, particularmente en la religión cristiana, permanece en la mente de la artista como una figura sagrada.

Una inmensa ave titulada Harp, cuyas alas desplegadas conforman una arpa con un pico prominente, nos lleva a suponer que, posiblemente, Leonora imaginó también a una arpía en la figura del pájaro y jugó con las palabras harp-harpy.

Su Albino Hog es un seductor cerdito convertido en caja de Pandora.

Seres y animales fantásticos cargados de ese misterio, que en la vida de Leonora es de una normalidad sorprendente, componen este grupo de piezas en bronce que la artista muestra en el marco del universo de familia.

En toda la obra de Leonora Carrington hay una conmovedora inocencia que se manifiesta en la fabulosa vida animal y en todo aquello que la rodea en su vida cotidiana. Su sorprendente modestia viaja por los laberintos quiméricos que conducen al paraíso y al inframundo. Ella nos lleva de la mano a un resumen de vida creativa en la que germinan los aspectos y las obsesiones primordiales de su naturaleza fantástica.

Este ser fascinante ha logrado a través de su notable congruencia crear un mundo unitario en el que las alucinaciones del alma y del inconsciente hacen brotar la poesía que palpita en sus pinturas y en sus esculturas.

En su Mesa caníbal, otra de las piezas que conforman la muestra, Leonora nos convida a saborear suculentos sueños, jugosas fantasías, ricos frutos de la imaginación, mieles de su críptico reino visionario aderezado con sales marinas y símbolos de su bestiario ritual.

En esta etapa de su vida, Leonora Carrington recoge las reflexiones de sus recuerdos sobre el arte, la familia, los amigos, los animales, los libros y otras dimensiones importantes de su universo personal. Siempre inquieta por el conocimiento, cosecha una espléndida obra en la que vibran la riqueza del espíritu y los aspectos más complejos y misteriosos de su talento. Todo queda traducido en el arte único, enigmático y alucinado de la Magnífica Dama Oval.