La Jornada Semanal,   domingo 2 de octubre  de 2005        núm. 552

Y AHORA PASO A RETIRARME

Ana GarcíaBergua

SALAS DE ESPERA

Un destino con mala leche me llevó de las salas de espera de un par de aeropuertos a las de un hospital público. Así, pasé un día entero esperando cosas distintas en lugares parecidos. Qué cosa son las salas de espera, cómo son odiosas, cómo impacienta el sólo pensar en ellas. Limbo o purgatorio, sólo a alguien con ideas de religión se le puede haber ocurrido ese lugar que es, pero no es, y en el que uno está sólo para no estar. No son salas, por eso se les llama antesalas, y en ellas uno es ante todo: antepaciente, anteviajero, antesolicitante, antefuturo de sí mismo. Las salas de espera tienen algo antinatural. En su obra teatral Huis clos, Sartre puso el infierno en una sala de espera. Su personaje dice que el infierno son los otros. En las salas de espera, los otros son demasiado otros como para querer siquiera conocerlos, si acaso podemos entretenernos en observar y ser observados, como pájaros en jaulas diferentes. Son un sitio para no estar con nadie, o en todo caso para competir con los otros que permanecen ahí: mi vuelo a Honolulu salió antes que el tuyo a Tokio, el gerontólogo ya me va a recibir y a ti no, alguien dijo mi nombre y, qué curioso, tarda mucho en decir el tuyo. Las salas de espera de los hospitales son como noticieros cinematográficos de desgracias, con público cautivo.

Cuando somos habitantes de las salas de espera, somos como pájaros; llegamos por estaciones y nos guiamos por los sonidos de los altavoces, pendientes de la noticia que nos sacará de ahí: una palabra, un horario, nuestro nombre dicho al aire en sonsonetes indiferentes. Vamos y venimos como golondrinas, y como flamencos cambiamos de pie cuando no hay silla disponible. El dolor de pies es algo que se inventó en las salas de espera, cuando se han terminado las sillas y uno espera a que otro pájaro se levante, sólo para robarle la suya. Pocas veces se arman revueltas en las salas de espera. En general están hechas para obligar a la paciencia a extenderse lo más posible, son sitios que por fuerza adormecen. La gente se queja, protesta, pero la solidaridad es limitada: termina cuando le toca a uno su turno. Nadie es quien es, en una sala de espera.

Los libros que se leen en las salas de espera no se entienden. Hay que levantar la cabeza demasiado para no perder el avión, el turno o la noticia. No recuerda uno tampoco las conversaciones que ha sostenido ahí, pues el tiempo pasado ahí es un tiempo hecho para borrarse, una especie de entretiempo que hila las cosas reales, las que no son sólo esperar. Es tiempo para leer revistas médicas, o revistas de aquellas que reparten en los aviones, lecturas un poco vaporosas, hechas para la gente que divaga y que no puede interesarse en nada concreto: igual puede leer sobre los detalles de una traqueotomía que sobre las ruinas de una ciudad lejana o el cocinado de unos camarones, en aquella especie de estado transitorio.

Las salas de espera se han vuelto cosa de profesionales: en muchos lugares, ya no sólo le ruegan a uno que espere, sino que concretamente le ordenan que tome asiento. Es como un acomodamiento de los esperantes entre decorativo y disciplinario: supongo que con la gente de pie, no se sabe muy bien qué hacer. Luego viene la música de las salas de espera, que resulta característica: o bien se trata de arreglos orquestales de tonadillas populares —hay estaciones que dedican sus horas a transmitir esa música que sólo parece pretender llenar el tiempo—, o bien, claramente, de la música que llaman clásica, en sus acepciones más sonámbulas. A tanto profesionalismo esperanzado yo añadiría unos camisones blancos de telas flotantes y unas alitas de algodón, los cuales se podrían proporcionar a la gente que amablemente se ha sentado a esperar, para que con ellos ataviados hiciera alarde de celestial paciencia.

Las salas de espera son primas de las colas, variante más incómoda pero a la vez más decidida, enfilada a lo suyo. Cuando a uno lo plantan en un café, el café entero se convierte en sala de espera con bebidas y meseros comprensivos, y al igual que uno lleva a veces la procesión por dentro, también en ocasiones lleva por dentro su cola o su sala de espera existencial, y aunque parece que hace cosas, por dentro está sentado o cambiando el peso de un pie al otro (a ver si pasa esta época difícil, a ver si me pagan, a ver si me toca, a ver…). Y el vientre de las mujeres que serán madres es, en realidad, el limbo o la sala de espera de los niños impacientes: la única sala de espera en la que uno crece y al final lo expulsan.